Crítica de teatro

Crítica de 'El principi d'Arquimedes': Un thriller profético que nos sigue desafiando

El Espai Texas recupera la obra más internacional de Josep Maria Miró bajo la nueva dirección de Leonardo V. Granados y un elenco renovado.

Una escena de la obra, que puede verse en un nuevo montaje en el Espai Texas.

Una escena de la obra, que puede verse en un nuevo montaje en el Espai Texas. / EPC

Manuel Pérez i Muñoz

Manuel Pérez i Muñoz

Barcelona
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En una entrevista reciente, Josep Maria Miró otorgaba al dramaturgo el papel de cronista de su tiempo, y en este caso concreto algo del oficio de profeta también hay. Con una veintena de traducciones y más de cuarenta montajes por todo el mundo, 'El principi d'Arquimedes' se ha convertido en uno de los textos más significativos del teatro catalán actual. Trece años después de su estreno en la Sala Beckett, con apenas unos retoques cosméticos (Facebook ahora es Instagram), la obra sigue centelleando entre la oscuridad de una sociedad que ha transformado el miedo en gasolina. En su primera producción propia, el Espai Texas propone nuevo elenco y dirección, rescate extraordinario en un panorama teatral casi alérgico al repertorio propio. 

En la última década, la capacidad de las redes sociales para incendiarse ha crecido de forma exponencial, algo que ya se esbozaba en 2012 cuando Miró radiografió con su texto un ataque de paranoia colectivo, el gesto de cariño de un monitor hacia un niño que abre la caja de Pandora. En un presente hiperconectado, también la desconfianza se esparce como una mancha de aceite, un efecto ensayado en grande con obras posteriores como 'Temps salvatge' (2018), pero que en 'Arquimedes' adquiere tintes de turbador thriller no lineal, un puzzle acusatorio que se construye con información fragmentada. El resultado, un paisaje social amenazador. 

Con el paso del testigo a una nueva generación, el director Leonardo V. Granados afronta el complejo reto de componer un magma de desasosiego y preguntas a medio formular. Tanta tensión acaba atrapando a los personajes en una telaraña de estatismo, una frialdad contagiosa. Se ha optado por inyectar aún más extrañamiento a una situación en esencia realista, con una densa atmósfera sonora de Guillem Rodríguez que parece sacada de una película de David Cronenberg, también con el vacío funcional de la escenografía de Elisabet Rovira y una iluminación de Sylvia Kuchinow de consistencia igual de inquietante. 

El argumento transcurre en pocas horas en un vestuario y se consigue la precisión para que los diálogos resulten verosímiles. Como el monitor acusado, Marc Tarrida marca un buen contraste entre el descaro y el desconcierto, crecimiento que ayuda desatar el mar de dudas que cala entre el público. Su compañero Eric Balbàs refuerza esa ambigüedad con una suspicacia bien trazada, mientras que Jordi Coll resuelve el complicado rol de padre alterado sin caer en el trazo evidente. En su personaje de coordinadora, Sandra Monclús aparece demasiado paralizada entre el deber y la duda. Juntos componen un oscuro espejo de perplejidad que obliga a retratarnos.