HISTORIA

"Amarás a Putin sobre todas las cosas": 24 horas en Transnistria, la última república comunista de Europa que sueña con Rusia

Se cumplen 35 años de su independencia de Moldavia entre teorías de trata de blancas, tráfico de armas y venta de órganos: como ningún país lo reconoce, la única forma de saber lo que ocurre aquí es adentrándonos en él

El Parlamento de Transnistria, con la estatua de Lenin al frente.

El Parlamento de Transnistria, con la estatua de Lenin al frente. / ALEX HOUQUE

Pedro del Corral

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Nos lo habían avisado. Quizá, no era el mejor momento para visitar Transnistria. Aunque, bueno, en realidad, nunca lo es para una nación que no existe. En esta región de Moldavia, Europa es un sueño abortado. Dicen que la trata de blancas, el tráfico de armas y la venta de órganos están a la orden del día. Lo que sumado a que tiene su propia frontera, ejército y moneda, nos colocaba en el punto de mira. El asombro era constante: por qué dos españoles querían visitar esta república autoproclamada. Ningún país lo reconoce y, por tanto, sin embajadas, es difícil saber lo que ocurre dentro de su territorio. Este 2025 se cumplen 35 años de su hipotética independencia, cada vez más abiertos a apasionados del comunismo que inunda sus calles. A este lado del río Dniéster, el tiempo se congeló hace décadas.

El viaje arrancó en Chisináu, la capital moldava. Estamos fuera de la Unión Europea. Dos horas nos separaban del puesto fronterizo que, de forma simbólica, había que atravesar para llegar a Tiráspol, su homóloga transnistria. Lo primero era localizar el autobús que nos llevaría hasta allí. Tarea compleja: por un lado, por el alfabeto; por otro, por el idioma. Casi nadie chapurreaba el inglés, si acaso un tímido Hello con acento desconocido. Google Maps te dirigía por calles que, tal vez, durante la Unión Soviética, existían pero que ahora han ocupado tiendas de leotardos y puestos de vodka. Si eres listo, el frío da dinero. Está claro. Costó localizar la estación, aunque más difícil fue andar sin que la nieve te diera de probar asfalto. Una vez allí, prisas, prisas, prisas… Nadie se paró ante el desconcierto de dos extranjeros que, con el chaquetón bien ceñido, esquivando la tiritona, no sabían dónde meterse.

Así que, oye, no nos quedó otra: nos montamos en la única furgoneta que, a nuestro parecer, ya que de cirílico controlábamos poco, intuimos que se dirigía a Tiráspol. Quedaban dos asientos libres en la última fila, al lado de un señor que bebía un destilado de pera aparentemente delicioso. Nos lo ofreció, pero lo descartamos poniéndonos la mano en el corazón. Si no, ¿cómo? Nos sonrió, le faltaba un diente. Si bien parecía que ya estábamos, no paraba de entrar más y más gente. La mayoría fue de pie, como pudo. Enfrente, una pareja veía vídeos bélicos mientras su bebé dormía en su regazo. A la derecha, una mujer hacía una videollamada con su hijo, militar, vestido de uniforme. No sabíamos dónde mirar para que nadie se sintiera observado, quién sabe por dónde podría salir. Por lo que nos centramos en el tosco paisaje. A veces, gris; otras, más gris aún.

Al rato, unos copos empezaron a caer. Miramos arriba y, vaya, sorpresa, el techo estaba roto. A nadie le preocupó. Salvo a nosotros, que no llevábamos el típico sombrero 'ushanka'. Siempre hubo clases, también aquí. De repente, las puertas traseras se abrieron. Y quedamos suspendidos a escasos centímetros de la carretera. Oye, tampoco le importó al resto. Sería lo normal y, claro, como queríamos sentirnos locales, lo asumimos con entereza. Al principio, sí. Luego, tras el primer crujido lumbar, la gracia desapareció de un plumazo. Bueno, plumas las justas. Todavía el colectivo LGTBI no es bienvenido por aquí. Como un oasis apareció en el horizonte la frontera. Quién nos iba a decir que un control policial nos alegraría tanto. Era la única posibilidad que teníamos de cerrar el maletero y, por qué no, comprar un café calentito. Todo salió mal.

No hay turistas

Nos bajamos en mitad de la nada. No había cafetería ni estufa. Pero, al menos, podríamos evitar una pulmonía cerrando las puertas al nuevo Círculo Polar Ártico. Al decírselo al conductor, éste cogió una cuerda para atarlas. No hubo alternativas. Ya en la garita, entregamos nuestros pasaportes. Jamás olvidaremos la cara con la que nos miraron. En ruso, nos preguntaron: “¿Por qué habéis venido?”. Gracias a una universitaria, que estudiaba en Polonia, pudimos comunicarnos. “Turismo. Sólo estaremos unas horas”, contestamos. Como no pueden sellar los documentos, entregan un papel con los datos del extranjero que hay que enseñar a la salida. De lo contrario, sería denegada. Más presión. Era un salvavidas, no podíamos perderlo. Hoy, de vuelta, es uno de nuestros souvenirs más valiosos.

Levantaron la valla y la 'marshrutka', como llaman a estas camionetas, entró en terreno inexplorado. En 30 minutos, pisamos Tiráspol. Eran las 10:00 y no había nadie en la calle. Sin embargo, nos sentíamos observados. Desde ventanas y puertas, casi en la penumbra, había quien no nos quitaba el ojo. Por Transnistria no es habitual ver turistas. Desde que se escindió de Moldavia el 2 de septiembre de 1990, con una cruenta guerra de por medio, este territorio tiene un estatus político complejo. Sus ciudadanos se sienten rusos, pero el Kremlin no los quiere. De hecho, es tal la devoción por su líder que, en algún callejón, entre enredaderas, puede leerse “Amarás a Putin sobre todas las cosas”. Incluso, como si de Taylor Swift se tratase, vendían postales, imanes, gorras y camisetas con su cara.

Sin tarjeta ni cobertura

Las avenidas eran anchas. Apenas había suciedad, todo estaba ordenado y decorado. Una calma tensa se había impuesto en la ciudad, situada a 20 kilómetros de Ucrania. Visitamos un banco para conseguir rublos transnistrios. Es difícil pagar con tarjeta, así que no quisimos arriesgarnos. Con 50 euros sería suficiente. Para orientarnos, pillamos el wifi de alguna cafetería. La tarjeta que compramos en Chisináu no funcionaba aquí, otra manera de demostrarnos que estábamos fuera de Moldavia. Iniciamos la ruta en el Ayuntamiento, conocido como la Casa de los Soviéticos. Se trata de un edificio estalinista de los 50 que conserva un busto gigante de Lenin a la entrada. Sacamos un par de fotografías, mientras tres funcionarios nos miraban desde dentro. Joyerías, librerías y zapaterías salpicaban la calle en la que se encontraban la mayoría de atractivos turísticos.

De camino al popular tanque T-34, nos cobijamos en un centro comercial para aplacar el frío. Estaba impoluto, pero vacío. Algo más de gente se intuía en el mercado Zeleni, donde las frutas y las verduras son las protagonistas. Para ser una urbe de 130.000 habitantes, no había grandes aglomeraciones. En la plaza Suvorov, se cruzaban grupos de escolares ajenos a la realidad socio-política. Corrían, reían, gritaban. Unos compraban chuches, otros jugaban con el móvil. Todo ello frente a la estatua de Alexander Suvorov, el último generalísimo del Imperio Ruso en el siglo XVII. A su alrededor, las banderas de Abjasia, Osetia del Sur y Nagorno Karabaj, los únicos estados no reconocidos que avalan la independencia de Transnistria.

El poder de Sheriff

Entre senderos y parques, se esconde la joya de la corona: un escudo con la hoz y el martillo en el cauce de un río y el sol naciente. Además, aparecen espigas de trigo, mazorcas de maíz, hojas de vid… A escasos metros, la iglesia de San Jorge daba paso al edificio favorito de los locales: el palacio presidencial. Transnistria ha contado con tres presidentes desde 1992: Ígor Smirnov, Yevgueni Shevchuk y, actualmente, Vadim Krasnoselski. Paso a paso, el Gobierno ha ido ganando autonomía y normalidad. Ahí está, por ejemplo, el partido de la Champions League que el Real Madrid disputó en 2021 contra el Sheriff, el club más importante de la zona. Bajo este nombre se encuentra un grupo empresarial privado fundado por dos exKGB: son los dueños de gasolineras, supermercados y restaurantes.

Comimos en Back in URRS, una tasca repleta de maletas, trajes y libros soviéticos. Sopa y carne, la especialidad. Bien contundente, a pesar de la cantidad. En el supermercado compramos unos dulces típicos que probamos ya de noche. El hotel estaba en la calle principal: desde dentro, nada parecía indicar que estuviésemos en tierra de nadie. Si no fuera por los coches, antiguos y descacarillados, con matrícula propia, podríamos estar en Rumanía, Bulgaria o Ucrania. Transnistria, con 520.000 habitantes, está salpicada por pueblos como Bender, Dubăsari, Grigoriopol, Rîbniţa y Camenca. Casi nadie los pisa. Lo normal es abandonar la zona a las pocas horas. Y, en esta ocasión, con el bombardeo masivo de Rusia a Ucrania, la seguridad pendía de un hilo. Por suerte, teníamos el papel para salir.