CRÍTICA DE ARTE

Georges Didi-Huberman divaga en el Reina Sofía

Uno de los grandes teóricos del arte contemporáneo reflexiona sobre la emoción en la creación, con duende lorquiano mediante, en la muestra que ofrece en Madrid. Nuestro crítico visita también las de Alegría y Piñero en Córdoba y Aledo y Vallaure en la galería F2 de la capital

Vista de la exposición 'En el aire conmovido...', comisariada por Georges Didi-Huberman en el Reina Sofía.

Vista de la exposición 'En el aire conmovido...', comisariada por Georges Didi-Huberman en el Reina Sofía. / Archivo Fotográfico del Museo Reina Sofía

Joaquín Jesús Sánchez

Madrid
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En 1933, Federico García Lorca pronunció en Buenos Aires "una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España". Durante la conferencia, sirviéndose de requiebros y metáforas, Lorca intenta explicar "el duende", un algo españolísimo que aflora en las artes, muy distinto a las musas alemanas o al ángel de los italianos (sic). "[Ellos] vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas […]. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre".

Entre los elementos que el conocido filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman (Saint-Étienne, 1953) ha reunido en En el aire conmovido… se incluye el mecanografiado de esta conferencia (Juego y teoría del duende), tan llena de tópicos "negros", "misteriosos" y "trágicos"; de filosofías cogidas con pinzas y ripios hermosos aunque ininteligibles. También, el manuscrito del Romance de la luna, luna, que es el primer poema del Romancero gitano y que, a la sazón, presta el verso que da título a esta exposición, que puede visitarse en el Museo Reina Sofía hasta mediados de marzo.

Sirviéndose de extractos del poema, Didi-Huberman compone –con las cerca de trescientas obras que arman la exposición– una divagación en torno a las capacidades de la emoción en clave de "antropología política". El extensísimo recorrido (¿cuándo se cansará el museo de hacer exposiciones que agoten al visitante?) está subdividido en siete capítulos (infancias, pensamientos, caras, gestos, sitios, políticas y, nuevamente, infancias) en los que se amontonan un batiburrillo de materiales con los que se articula una tesis poética, es decir: imprecisa. La combinatoria va desde la genealogía de la forma (al modo del Atlas Mnemosyne de Warburg, incluido en la exposición) hasta la grosera acumulación de objetos traídos por los pelos (libros en cuyo título figura, por ejemplo, el sustantivo "duende"), pasando por el puro fetichismo bibliográfico: primeras ediciones y libros raros (que solo nos enseñan la portada) alternados sin el menor sonrojo con facsímiles de calidad pobretona.

Por supuesto, hasta en los circunloquios hay calidades: mucho mejor si son articuladas por un comisario tan inteligente y con tantos recursos a su disposición. Pero, ni las preciosas acuarelas de Goethe, ni la grave fotografía del velatorio de Carmen Amaya ni los arrebatos de Prou del Pilar captados por Man Ray logran cerrar un discurso que se desparrama por unos temas con los que se puede afirmar una cosa y su contraria. No obstante, la falta de precisión puede que no sea el mayor defecto de esta exposición, sino su voluntad de poner en juego (y sin atisbo de crítica) el ramillete de tópicos con los que el poeta granadino parece haber fascinado al intelectual francés. Federico, a quien tanto queremos, menciona en su conferencia cierto recital preciosista de Pastora Pavón, La Niña de los Peines, en el que el duende no se hizo presente hasta que la cantaora no desgarró su voz (esto es, la gitanizó) para transformarla en un "chorro de sangre digna para su dolor y sinceridad". No es causalidad que la exposición se inicie con la Nana del caballo grande, interpretada por Camarón, sonando de fondo como para dar ambiente. Ya puestos, no hubiesen estorbado unos compases de la Carmen de Bizet o alguna estampa de Mérimée cruzando Despeñaperros mientras los bandoleros le cantan por bulerías.

Gongs y pinturas a seis manos

Siguiendo con los juegos del lenguaje, Alegría y Piñero (Córdoba, 1985 y Chiclana de la Frontera, 1975) han inaugurado una exposición llena de palíndromos. De ida y vuelta es una recapitulación de obras producidas durante la última década en torno al juego, la voz y lo cíclico. Por ejemplo, una enorme sombra chinesca producida por un pequeño ingenio que danza al compás de sus propios tambores o un mecanismo hidráulico de gran aparataje que hace sonar, una y otra vez, un gong (a un volumen mucho más discreto que lo que las dimensiones del cacharro hacen esperar). En otras, el sonido está cifrado, como en los hermosos frisos formados al hacer girar una figura (en este caso, un rey y una dama) como un rodillo. Por la base, unas líneas forman el relieve de unos labios que, al examinarse proyectando una sombra sobre ellos, repiten un título recursivo ("hierro, ¡oh, rey!"). La virtud de esta muestra reside, esencialmente, en la calidad de los trabajos que agrupa, en los que podemos rastrear el modo en que se han ido concretando los intereses de los artistas. La distribución de las piezas por el ortopédico espacio del C3A de Córdoba es conservadora y operativa, una decisión que, aunque nos prive de un montaje más interesante, parece la más sensata habida cuenta de que en los créditos de la exposición no figura ningún comisario.

Regresando a Madrid, en la galería F2 se expone una curiosa versión de los trabajos de Hércules que pintó Zurbarán para el Salón de los Reinos allá por 1634. Tomándolos como inspiración, Jaime Aledo (Cartagena, 1949) y Jaime Vallaure (Asturias, 1965) nos ofrecen una pintura colorista de referencias plásticas bien ancladas en el último tercio del siglo pasado. Las obras, dípticos en su mayoría, se sirven alegremente de recursos del cartoon y de lemas (que uno no sabría si son goyescos o si se los han sisado a algún humorista gráfico) para componer una colección de estampas de un admirable dinamismo y una fina irreverencia. Habrá quien considere que esta exposición cae en lo demodé, calificativo del que la propuesta no parece renegar. Al fin y al cabo, nadie coge un asunto mitológico para hacerse el moderno.