CRÍTICA DE ÓPERA
'Theodora', de Händel: un oratorio barroco y feminista, menos escabroso de lo esperado, triunfa en el Teatro Real
La directora de escena Katie Mitchell acierta estética y narrativamente en una obra con una partitura menor y que traía una novedad al coliseo madrileño: la participación de una coordinadora de intimidad para las escenas de contenido sexual

Tania Garrido (Vesta, de espalda), Julia Bullock (Theodora), Thando Mjandana (Mensajero), Iestyn Davies (Didymus) y Joyce DiDonato (Irene), en un momento de 'Theodora'. / Javier del Real | Teatro Real
Un oratorio de Haendel… feminista. ¡Digo más! Cristianos al borde del martirio supervisados por una coordinadora de intimidad. Con estos reclamos se presentaba la Theodora que anoche se estrenó en el Teatro Real. En el programa de mano, advertencias por todas partes: violencia, acoso, terrorismo, explotación sexual. Daban ganas de añadir aquello de Hamlet: tranquilos, que el veneno es de atrezo.
Vayamos con el argumento. Katie Mitchell, la mente que está detrás de esta coproducción entre la Royal Opera House de Londres y el teatro madrileño, reubica los acontecimientos del original. Aquí, los cristianos no están en las catacumbas de Antioquía, sino que trabajan en la embajada del señor Valens, el desdibujado villano de esta historieta. Aprovechando el cumpleaños de Diocleciano, el diplomático inicia su particular persecución religiosa: si alguien no ofrenda inciensos a Júpiter, horca, tormentos, espada y fuego. La selección del personal de la embajada es un tanto peculiar: todos los de seguridad son respetables paganos, pero el resto de la servidumbre está infestada de adoradores del único Dios verdadero. Entre ellos, dos mujeres cortan el bacalao: Irene y Theodora, que en esta versión comandan el brazo armado de la milicia de Cristo. "Los oprimidos no tienen aquí nada de mártires estoicos contemplativos y resignados. […] Tanto Theodora como Irene son extremistas revolucionarias, verdaderas guerrilleras fundamentalistas que luchan contra el sistema, clase oprimida, quizás incluso terroristas fanáticas", escribe Joan Matabosch en el programa de mano. Largo me lo fiais.
Introduciendo esta trama, Mitchell consigue dinamizar, ya desde la obertura, un argumento realmente estático y una partitura que, aunque hermosa, está pensaba para recrearse en las cavilaciones místicas de los personajes. Los elementos narrativos están puestos con mucha elegancia; al menos, en el lado cristiano. Las cocineras conspiran sin estridencias: alguien mete una caja de tapadillo, otra sonríe al vigilante como si allí no pasara nada. Del lado 'enemigo', la cosa es menos sofisticada. Valnes, el malo, soba a una cortesana de su lupanar particular sin que el respetable sienta ni excitación ni repulsa. El tipo se enfada como un cretino cualquiera, no como el iracundo despellejador de disidentes que la obra parece necesitar; sus esbirros, que sacan la pistola a la mínima oportunidad, se pasan tres horas de función sin pegar ni un solo balazo. El que la saca y no la usa, ya se sabe.
La directora construye un espacio escénico consistente en una sucesión de habitaciones que se desplazan en horizontal: las cocinas (las catacumbas), un pasillo, el gran comedor (el palacio romano), el prostíbulo (el lugar del tormento) y la cámara frigorífica (el patíbulo). La reelaboración del argumento viene a dejarlo así: Theodora y asociados están preparando una bomba con la que reventar a Valnes, pero, ¡cachis!, los pillan in fraganti. A Irene le dan una paliza y a ella la envían a una casa de lenocinio. En estos pasajes notamos la pericia teatral y estética de Mitchell, que consigue, rebajando la velocidad de la acción (los cantantes y actores se mueven en slow motion) en sincronía con las distintas partes del aria da capo, mantener la tensión dramática al tiempo que nos regala una composición visual realmente bella. El pero lo pone la partitura. Haendel marca a cada bando con un estilo reconocible: fanfarrias para los romanos y soniquetes inspirados y espirituales para los mártires. Y bueno, según qué melodías no casan bien con la manipulación de explosivos plásticos.
Tampoco el comportamiento de esta yihad cristiana es del todo coherente. Tras ser rescatada del oprobio de la trata de blancas por Didymus (que movido por el amor se hace bautizar y la saca del prostíbulo, tomando él su lugar), Theodora consigue una pistola y cuando tiene la oportunidad de freír a balazos al embajador junto a su séquito… se deja convencer por uno de los oficiales enemigos. ¿El artefacto explosivo? Sin más trascendencia.
Yendo al final, en Haendel los enamorados acaban juntos al matadero. En esta versión, el resultado es más halagüeño: tras ser enviados a un enorme congelador para que mueran escarchados, el resto de sus correligionarios caen en la cuenta de que las cocinas están atiborradas de cuchillos con las que coser a puñaladas a sus opresores. Rescatada y con un revólver en la mano, Theodora le da matarile a Valnes. La escabechina parece escalar, entonces cae el telón.
Dicho todo esto, uno puede preguntarse qué pensaría Haendel del resultado. Seguro que no es lo que tenía previsto, pero, afortunadamente, las obras sobreviven a sus autores y, por tanto, también a sus deseos. La idea de Mitchell (apoyada por una iluminación, un vestuario y una coreografía excelentes) tiene numerosísimos aciertos, que van desde las metáforas visuales (cuando Theodora pide a los ángeles que se la lleven vestida de túnicas de blanco virginal, sus verdugos la están vistiendo con lentejuelas y tacones de meretriz) a la belleza indiscutible de algunas escenas, como la del bautismo de Didymus. En comparación, las fisuras argumentales quedan bastante empequeñecidas.
En el capítulo vocal, destacaron Joyce DiDonato en el papel de Irene y el Didymus de Iestyn Davies, que canta con una pulcritud sorprendente. También bien el Septimius de Ed Lyon, aunque atropellado en los pocos momentos de coloratura. Tristemente, Julia Bullok, que venía saliendo de las estrecheces del primer acto con una conmovedora interpretación del aria Angels, ever bright and fair se estrelló en su regreso en el segundo acto (desafinada, desacompasada y ahogada) y desde ahí apenas pudo remontar. El Valens de Callum Thorpe, corto en lo actoral, irrelevante en lo vocal. En el foso, Ivor Bolton logró pequeños destellos de una partitura menor, aunque de Händel. Bien el coro, que tampoco tiene un papel con grandes artificios. Respecto al apartado violento y sexual, lo hay y no se endulza. Nada que escandalice a nadie, salvo algún purista al que le haya molestado el pole dance en un título barroco (no soy experto en la materia, pero el desempeño de La Galgue y Mero González me pareció admirable; debe de ser dificilísimo hacer todo eso). Colocando entre los involucrados principales (primera estrofa del elenco) a Ita O’Brien en el rol de 'dirección de intimidad', uno venía preparado para una escenificación más escabrosa y arriesgada. Créanme, no es el caso.
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