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‘Los destellos’ de Pilar Palomero deslumbran en San Sebastián

Es el tercer largometraje de la zaragozana y se presenta este domingo a concurso en el Festival de San Sebastián

'Los Destellos' competirá en la sección oficial del destival de San Sebastián y se estrenará en cines el 4 de octubre

'Los Destellos' competirá en la sección oficial del destival de San Sebastián y se estrenará en cines el 4 de octubre / CARAMEL FILMS / ARCHIVO

Nando Salvà

Nando Salvà

San Sebastián
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Morirse, estar muriéndose, es una parte ineludible del proceso de vivir, sin duda una de las más relevantes. Y la testarudez con la que solemos negarlos a asumirla tan solo es contraproducente, porque la presencia de la muerte hace que la vida sea más interesante. Esto último, casi literalmente, se dice en un momento de ‘Los destellos’, que es el tercer largometraje de Pilar Palomero y el mejor de los tres con diferencia; este domingo se presenta a concurso en el Festival de San Sebastián, y de momento no se ha visto en el certamen otra película de veras capaz de plantearle batalla por la Concha de Oro.

Su peripecia argumental es una muerte, pero su verdadero asunto es más bien el fulguroso rastro, o los destellos, que la existencia de aquellos a quienes queremos va dejando en su tránsito hacia dejar de ser. “Es algo que yo misma sentí cuando murió mi padre”, nos confiesa la zaragozana. “Fue una sensación casi epifánica. Estaba increíblemente triste, pero a la vez era muy consciente de la vida. De repente el café tenía más sabor, y el sol brillaba de forma más intensa. He puesto mucho de mí misma en esta película. Hay mil formas distintas de hacer cine, pero a mí solo me sale hacerlo desde las entrañas”.

Puede parecer irónico que la que se antoja su película más personal en realidad se inspire en un relato ajeno, llamado ‘Un corazón demasiado grande’ y firmado por la escritora Eider Rodríguez. En realidad, de él solo conserva poco más que la premisa: una mujer, encarnada por Patricia López Arnaiz, se ve obligada por su hija a cuidar del que durante un tiempo fue su pareja, encarnado por Antonio de la Torre; el hombre, que un día fue su gran amor y al que hoy trata en vano de evitar, requiere atenciones especiales porque está enfermo, porque se muere. Y ya. ‘Los destellos’ no tiene más historia que esa, y no necesita más. Y esa sencillez, que no tiene nada que ver con la simpleza, resulta esencial para explicar en qué medida supone una mejoría respecto a las dos películas inmediatamente anteriores de Palomero, la esforzada ‘Las niñas’ (2020) y la descontrolada ‘La maternal’ (2022). Aquellas se esforzaban por difuminar demasiadas fronteras -entre lo personal y lo social, entre lo vivido y la ficción-, trataban de ser suficientes cosas a la vez como para aturullarse. Esta, en cambio, es toda claridad, y nitidez, y puntería para detectar lo importante.

Y ahí se mantiene en todo momento la película, en un compás de espera, paciente frente a lo que es inevitable tanto para los personajes como para nosotros. Entretanto, va deslizando la cámara para hacer inventario de lo que permanece y nos sobrevive -los rayos de luz que iluminan nuestros paseos, los libros que no podemos dejar de releer, las fotografías que nos hicimos y de las que nuestros hijos se burlan-, y rastrear las huellas emocionales que los que se van dejan en los que se quedan. Y lo hace principalmente a través de dos trabajos actorales tal vez inmejorables por parte de López Arnaiz y De la Torre, intérpretes a menudo maximalistas que aquí, en cambio, se bastan con sus catálogos de miradas para decir casi todo lo que la película acaba expresando sobre la necesidad de preocuparnos los unos por los otros, para ser el canal a través del que ‘Los destellos’ viaja desde las entrañas de su autora hasta impactar de lleno en las nuestras.

Si nos mantenemos en el ámbito de la sensatez, decíamos, la existencia misma de ‘Los destellos’ priva a las otras dos películas presentadas hoy a competición de toda posibilidad de acabar situadas en lo más alto del palmarés. En el caso de ‘El camino de la serpiente’, del japonés Kiyoshi Kurosawa, su principal obstáculo es que es una obra demasiado sombría, el tipo de película que provoca en quien la ve la imperiosa necesidad de tomarse o bien un trago largo o bien un Lexatin. Se trata de un ‘remake’ producido por Francia del largometraje homónimo que el propio Kurosawa dirigió en 1998, y en líneas generales se mantiene altamente fiel a ese modelo: cuenta la historia de un padre que no se detendrá ante nada ni nadie hasta encontrar a los responsables del brutal asesinato de su hija de 8 años, probablemente vinculados a una empresa quizá dedicada al tráfico de órganos infantiles, y que para ello cuenta con la ayuda de una misteriosa psicoterapeuta cuyo verdadero rol en la trama solo es desvelado en el tercer acto; y, mientras lo hace, no necesita mostrar verdadera violencia en pantalla -más allá de algunos disparos- para mantener al espectador sumido en un estado de desazón extrema durante la mayor parte de su metraje. Es poco probable que los miembros del jurado se pongan de acuerdo acerca de la valía de esa habilidad.

Por lo que respecta a ‘Cuando cae el otoño’, lo nuevo del francés François Ozon, lo que sobre todo dificultará su posible inclusión en la lista de premiados son su descuido y su tosquedad. Mientras narra con desconcertante jovialidad las tribulaciones en las que se ve envuelta una adorable anciana -un envenenamiento, varias muertes, el encubrimiento de un posible asesinato, problemas derivados de un pasado oscuro-, la película intenta reflexionar sobre el perdón y la soledad consustancial a la vejez a base de acumular estereotipos y demás caracterizaciones maniqueas, líneas narrativas que nunca llegan a ser desarrolladas y subtramas disparatadas. Es el 25ª largometraje que Ozon dirige en 27 años, y una prueba de que quizá debería dedicar más tiempo a algunos de ellos.

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