Crítica de ‘El teorema de Marguerite’: las matemáticas y las emociones

Marguerite Hoffman es una joven matemática que va a todos lados en pantuflas. No podría vivir sin las matemáticas, pero en el inicio del filme es presentada según el cliché de la persona inadaptada, que no habla con nadie, obsesionada con los números, un poco ‘freak’. Una de sus obsesiones es la denominada conjetura de Goldblach, un problema matemático que lleva años sin resolverse. 

El otro doctorando preferido del catedrático es muy arrogante, pero se lleva bien con todos, toca el trombón, es atractivo. Dos mundos irreconciliables hasta que ocurre un hecho relevante –un razonamiento matemático invalidado por un error– que pone en cuestión la existencia de Marguerite y provoca un giro radical en su manera de relacionarse con el mundo.

Punto medio

"Las matemáticas no pueden verse afectadas por las emociones", le comenta su tutor. La película parece indicarnos que las dos cosas no pueden convivir. O te dedicas a las matemáticas o prefieres tener emociones. Quizá haya un punto medio en que los dos conceptos puedan conciliar. En esta disyuntiva se encuentra el filme y, con él, su protagonista, presente en prácticamente todos los planos. Sin la medida interpretación de Ella Rumpf, actriz que ya sorprendió hace años en la no menos sorprendente ‘Crudo’ de Julia Ducournau, nada sería lo mismo.