Opinión | Quemar después de leer

Laura Fernández

Escritora y periodista

Laura Fernández

¿Por qué matar al padre cuando puedes recordarlo?, por Laura Fernández

Clarence Day edificó su obra maestra, la divertidísima 'Vivir con papá', a partir de un puñado de desopilantes recuerdos familiares, que evidencia, como en el caso de la también humorística 'La caja negra', de Alek Popov, de qué forma la figura del padre no tiene por qué destruirse, puede rehabitarse

¿Por qué matar al padre cuando puedes recordarlo?, por Laura Fernández

¿Por qué matar al padre cuando puedes recordarlo?, por Laura Fernández / SARA MARTÍNEZ

Hace no demasiado, Gustavo Viselner, un fascinante pintor en píxeles, compartió cuatro de sus cuadros. Es algo que hace todo el tiempo, pero en concreto, esos cuatro cuadros —a día de hoy siguen fijados en su cuenta de Twitter— estaban dedicados a escenas vividas con su padre. Los cuadros de Viselner —artista nacido en Buenos Aires, y afincado en Tel Aviv— no son exactamente cuadros. Se mueven. Son una asombrosa mezcla entre viñeta y fotograma. No usa pinceles para hacerlos, porque no son cuadros pintados. Son cuadros pixelados. Que no siempre se mueven —Viselner es un maestro de la reconstrucción de escenas míticas de la televisión, y el cine— pero que, a veces, como en el caso de estos recuerdos con su padre, lo hacen. Y el resultado añade una nueva capa al concepto pintura.

Porque en el movimiento captado por la escena hay otra emoción, el recuerdo está completo, el recuerdo puede revivirse. Y así echamos un vistazo a un día en que nevó y padre e hijo se detuvieron con el coche en un café y el niño jugó con la nieve a solas mientras el padre, la mirada perdida bajo las gafas, se bebía un café aterido de frío. A cuando leían juntos sentados en el suelo, a media tarde. A un día en que, mientras anochecía, nevaba, y él miraba por la ventana, subido al televisor —el mate siempre de fondo— mientras su padre tecleaba en el ordenador. Y a cuando, él subido a los hombros de su padre, creyó ver en el cielo, entre las nubes, a una enorme ballena, y la señaló.

Contemplando esas escenas que parecen estar encerradas en un tarro de cristal —y que se reviven en 'loop'—, no puedo evitar pensar en Clarence Day y su novela —o puñado de escenas— más famosa, la divertidísima, la recién editada 'Vivir con papá' (La Fuga). Publicada originalmente en 1935, el mismo año en que su autor murió sin que pudiera llegar a imaginar la clase de éxito en el que iba a convertirse —estuvo más de diez años en cartel en Broadway, siendo a día de hoy, su versión teatral, una de las obras no musicales más representadas de la historia—, es, a su manera, también un tarro que contiene recuerdos con un delirantemente obtuso, invencible, infantil padre. Un padre que fue agente de Bolsa, y que era incapaz de concebir que algo no fuese posible.

Por ejemplo, era el padre de Day —por cierto, un adelantado a su tiempo, nació en 1874, fue un activo defensor del sufragio femenino y del cambio de roles entre hombres y mujeres— incapaz de imaginarse a sí mismo enfermo. No creía que fuese posible. No creía, decía, en la enfermedad. Si se rompía un dedo del pie era el dedo del pie el inútil, y no iba a hacerle el más mínimo caso. Si quería cenar con agua helada y no había hielo, compraba una colección de bloques de hielo y se los hacía llevar hasta su casa en la colina costase lo que costase. Las situaciones en 'Vivir con papá' son adictivamente deliciosas, el tipo era un auténtico chiflado que su hijo rehabitó —redibujó— tomando su temeridad infantil como motor para edificar su obra maestra.

Hay un padre también, y es un padre ausente, supuestamente muerto, en la única novela del búlgaro Alek Popov que se ha publicado en España: 'La caja negra' (Automática). De hecho, la caja negra del título —cuyo subtítulo es Los perros vuelan bajo— es el propio padre en sí, que llegó desde Estados Unidos a Bulgaria en una caja negra, pues supuestamente había muerto y estaba volviendo a casa convertido en cenizas. Su regreso cambia por completo la vida de sus dos hijos, Ned y Ango, que, como suerte de dos pedazos de aquel nada fiable tipo —los dos creen que podría estar en realidad en cualquier parte, y no haber vuelto jamás, ni siquiera muerto—, intercambian sus destinos —Nueva York y Sofía— y se superponen, autoimpulsándose desde el mismo centro.

No necesitan Ned y Ango matar al padre para que sus vidas, al fin, despeguen en algún sentido. Porque el padre ya está muerto. Y es a partir de aquello que les ha dejado —su bicefalia, ese vivir entre dos mundos— que uno y otro se relanzan. Ned, en la cima de Wall Street, convertido en un BTE (Búlgaro que Triunfa en el Extranjero), da un paso atrás y vuelve a Sofía, llevando consigo un secreto —relacionado con la comida para perros— que podría cambiarle la vida. Ango escapa a una ruinosa vida de editor en Bulgaria para pasear perros por Central Park, y reinterpretar el éxito de su hermano en Nueva York, tan lejos de sí mismo que es incapaz de disfrutar de todo aquello que tiene. Y a su manera, esa es la moraleja en los tres casos —Viselner, Day, Popov—, siempre debe disfrutarse de aquello que se tiene porque algún día será una mina de recuerdos.

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