Fernando Lázaro Carreter

Aquel hombre que quiso ser de Buenos Aires

"Allí lo recuerdan, allí, entre aquellas maderas que siempre parecerán recientes, de las que él se sintió orgulloso como se sentía orgulloso de los libros que iba albergar ese lugar sin tiempo que es una biblioteca"

Fernando Lázaro Carreter.

Fernando Lázaro Carreter. / Antonio Giménez

Juan Cruz

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En la vida literaria española hubo un aragonés raro que siempre quiso ser de Buenos Aires. Fue, en vida, una de las más influyentes personalidades entre las que tuvo este país, que lo usó para que celebrara la literatura, para que mejorara la lengua, para que fijara y diera esplendor a un diccionario que no podía reposar como si fuera viejo.

Ahora, cuando se ha cumplido su centenario, su preciso centenario, el de su nacimiento, ocurrido este jueves último, muchos nos dimos cuenta de que pocos lo recuerdan, muchos se han olvidado de él, o al menos han tenido el reloj a deshoras como para ocuparse como Dios manda del que mandó a callar hasta que se escuchara mejor la lengua española.

El olvido está lleno de palabras que él mismo pulimentó para que no se perdieran. Palabras de la vida, del teatro, de la literatura, del periodismo, y palabras del olvido. El olvido está lleno de palabras, y también de las palabras que se juntan en el nombre de Fernando Lázaro Carreter.

Tenía una autoridad imponente, que se había impuesto hasta de su voz, su modo de caminar, de asirse a la vida y a las cosas, su manera de escuchar la radio y de contarla, de referirse al fútbol y a otros deportes para explicar por qué era necesario escucharlo todo para que la lengua viviera de otra manera en la palabra de la gente.

Olvidarse de Fernando Lázaro Carreter debe ser tomado como pecado mortal

Era su actividad propia, de noche y de día, y aunque era un intelectual, un hombre obligado por su propio conocimiento a ser un vigía de esta prosodia, era también imaginativo y cordial. Escuchar era su oficio, y dictaminar sobre lo que le producía curiosidad o escándalo fue una de las materias de su poder de lingüista que nos decía a los periodistas errados en qué otra cosa nos habíamos equivocado al usar a Cervantes en vano.

Olvidarse de Fernando Lázaro Carreter debe ser tomado como pecado mortal para el que recuerde lo que hizo en la Academia de la Lengua, a la que ayudó a existir hasta en los tiempos pedregosos en los que el Gobierno (el de Felipe González) hubo de acudir al rescate porque aquí no siempre la lengua se tomó en serio. Ni ahora.

Y aquel hombre radicalmente serio tuvo las agallas y el riego vital como para convertirse en un hombre de Estado (consejero de Estado fue por ello) que obligaba a fijarse en ese bien común que es hablar bien.

Fue por dos veces director de esa Casa de las palabras, y lo fue no porque el poder lo llevara, o no tan solo, sino porque la envergadura de su propósito duró años en consolidarse, hasta que la Academia de ahora empezó a ser la suya y la de los otros. Hasta este momento en que se produce el centenario de una figura de la que, la verdad, no pensé jamás que alguien se olvidara.

Olvidarse de Fernando Lázaro Carreter, y que lo hicieran la vez la academia y el periodismo, es una hazaña que sólo se entiende o porque en España se perdió la memoria o porque ésta se halla desteñida, en manos de la prisa, ese galgo que protagoniza el viaje a la nada del olvido en la que habitan los grandes hombres de los que no sabemos nada porque estamos a otras cosas, o estamos a nada.

Fernando Lázaro Carreter. Pesaba como un hombre grande, tenía las espaldas como para llevar arriba un quintal de libros o de ideas, y caminaba lentamente.

Al final de su tiempo, atacado por los dolores que lo hacían reo de fisioterapia un día y otro, era un hombre que necesitaba afecto y alegría, y a veces decía, por teléfono, que le fueras a ver, que luego lo llevaras a alguno de los restaurantes del norte de Madrid y que, si se terciaba, que lo invitaran a hablar de cualquier cosa y no tan solo de las palabras académicas que él cuidó como parte de un huerto encomendado por la historia española de las buenas letras. Entonces era cuando hablaba de Buenos Aires como quien lo soñó.

Ya su propio nombre es largo como el cumpleaños de un rey. Era, en vida, y acaso un poco después de la muerte, requerido para hacerle decir elogios o discursos, pues era una palabra bien dotada, de lenguaje y de prosa, y tenía un prestigio impresionante del que presumían también los periódicos o las instituciones que se sirvieron de su pasión por saber para ilustrarse a sí mismo de cultos o cultivados, de parte actuante de la lengua española.

Después, el olvido, este olvido del que el último jueves, ese día señalado, lo celebró un pueblo de Madrid, Villanueva de la Cañada, donde está la biblioteca Fernando Lázaro Carreter, que a él tanto le gustó inaugurar precisamente el 13 de diciembre de 2022.

Allí lo recuerdan, allí, entre aquellas maderas que siempre parecerán recientes, de las que él se sintió orgulloso como se sentía orgulloso de los libros que iba albergar ese lugar sin tiempo que es una biblioteca.

Lo llamaron, dijo, de esa biblioteca, allá fue, y se quedó entraña entre aquellos volúmenes recientes, como quien es asaltado por la naturaleza del futuro en el que ahora se refugia su nombre propio. Murió en 2004. Había nacido en Zaragoza, esa era su raíz, y fue catedrático de universidad y de instituto.

Charo López, su paisana, me dijo cuando le recordé que su amigo, y su profesor, cumplía los cien años y pocos se habían acordado) que él siempre le decía, en las clases salmantinas, que ella 'estaba expulsada' de clase…

Entonces era cuando hablaba de Buenos Aires como quien lo soñó

En 2003 esa amiga que fue también, para Lázaro Carreter, del teatro y del cine que a él tanto le importaban, presentó con otros una nueva salida de su 'Dardo en la palabra', el 'diccionario' de faltas y recriminaciones que él nos dedicó a los periodistas en memorables series de denuncia, amable, pero potente, de lo que hacíamos o hacemos mal los que redactamos en los periódicos…

En esa fotografía de 2003 ahí está Charo, con su maestro, y con otros que los acompañamos precisamente al único sitio donde ahora, en el centenario de su muerte, se han acordado de aquel hombre que amaba Buenos Aires, y que nunca fue a Buenos Aires…

Al borde del precipicio en que se reflejan los años le pregunté a Lázaro en su casa, en la última entrevista que le hice, cuando ya sabía que aquel sabio era, además, un niño grande con dolores, si había algo que hubiera querido hacer…

Me miró con los ojos que parecían melancólicas ferocidades de niño que sueña con rectificar el pasado. Entonces me dijo que lo que hubiera querido hacer, en su vida, era haber sido de Buenos Aires. Ese ramalazo era una carta al futuro, y ya no hubo futuro.

Se murió poco después, sin haber hecho ese viaje. Ahora esta despedida invoca esa ciudad de Borges y de Lázaro como si, desde Villanueva de la Cañada o desde Aragón, le llegara a don Fernando un telegrama que le da la dirección a la que un día quiso dirigirse. El sueño ya es centenario y ni Borges está para darle la bienvenida al espacio en que quiso vivir la naturaleza de su esperanza.