Concierto

El veterano pianista Monty Alexander cierra el 42 Festival Jazz Terrassa

Monty Alexander en el Festival de Jazz de Terrassa.

Monty Alexander en el Festival de Jazz de Terrassa. / Gemma Miralda / Festival Jazz Terrassa

Roger Roca

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Cuando tenía diez años le estrechó la mano a Louis Armstrong. A los catorce, se saltaba el colegio para ir al estudio de grabación a hacer ska, la música de momento en su tierra, Jamaica. Tocó una vez para Duke Ellington, y fue Frank Sinatra, tras escucharle una vez en Miami cuando era un chaval, quien le dijo que valía y que tenía que ir a Nueva York a buscarse la vida. Y vaya si lo hizo. Monty Alexander, “honorable miembro de la Orden de Jamaica”, como pidió ser presentado el domingo en Terrassa, ha vivido mucho y le gusta contarlo.

Hombre de mundo y entertainer de los de antes, tiene una anécdota por cada leyenda del jazz con la que se ha cruzado, y se ha cruzado con muchas. En las paredes de la Nova Jazz Cava vió una foto de un viejo amigo suyo, el vibrafonista Milt Jackson, con quien actuó en esta misma ciudad cuarenta años atrás. Y a esa generación de gigantes pretéritos, de la que él mismo ha formado parte, dedicó la primera pieza de la noche, el clásico “Django”. 

De muy joven Monty Alexander se hizo un nombre en Nueva York hablando el idioma de la ciudad, el jazz norteamericano. Lo habla aún tan bien como el que más. En Terrassa, al frente de un trío versátil y atento a sus constantes cambios de rumbo, Alexander probó que con casi 80 años conserva la chispa, la destreza y la autoridad que le valieron las comparaciones con pianistas gran sedán del jazz como Oscar Peterson. Pero Alexander está orgulloso de ser jamaicano, y ahora más que nunca, hace de esas raíces su bandera.

En Terrassa invocó a Ellington y al Modern Jazz Quartet, pero también a Bob Marley vía un emotivo popurrí de “Redemption Song” y “No Woman No Cry”, de lo más aplaudido en el concierto que daba el cierre al 42 Festival Jazz Terrassa. Pero su Jamaica no es solo la de los lugares comunes. Cambió el balanceo del swing por el del ska en una pieza llena de guiños a las bandas sonoras de las películas de James Bond. Y cuando desenfundó la melódica para invocar las brumas de King Tubby mutó de pianista de jazz en mago del dub. 

Alexander es hombre de golpes de efecto. Toca vistoso y le gusta gustar. Sabe que un espectáculo, incluso uno de jazz, pide cambio, novedad y sorpresa. Algunas ideas caen en gracia y otras -su extravagante versión del “Concierto de Aranjuez”, la almibarada canción que cantó al final con su mujer como invitada- igual son un poco excesivas. Pero incluso en los gestos más efectistas, Monty Alexander suena genuino. Nada en su manera de estar sobre el escenario parece impostado. Porque así es como concibe la música, como una fiesta, como una celebración colectiva en la que él es la estrella, sí, pero los demás son el coro que la amplifica. “Esta música es divertida de tocar”, dijo antes de despedirse. Y de escuchar, también. 

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