Un ochomil de las series

'The Last of Us', cuando el preapocalipsis es peor que el postapocalipsis

¿Es 'Cordyceps', ese hongo capaz de alterar el comportamiento de sus víctimas, un simple trasunto de Twitter y otras redes sociales?

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A1-136571160.jpg / HBO

A. de San Juan

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Última emisión, última emoción. Toca a su fin ‘The Las of Us’, serie de altar y, antes de que nos alcance la nostalgia por lo gozado y comience la búsqueda de una nueva adicción, qué mejor que dedicar unos instantes a subrayar las razones de su excepcionalidad (compartidas en las redes sociales tras cada capítulo estas últimas ocho semanas), pero, sobre todo, a hacer hincapié en que no ha sido esta una serie sobre un futuro postapocalíptico (tremendo, como suele ser común en este tipo de argumentos), sino sobre el presente preapocalíptico que nos ha tocado vivir, terrible a poco que se repara en ello. Para abrir boca, solo decir, antes de empezar la loa, que la culpa de todo (no se dejen engañar por su cara de bonachón) la tiene David Attenborough.

No es ningún secreto cuál es el punto de partida de lo que en principio fue un videojuego y que después ha renacido como serie de televisión. Es un argumento en principio muy manido. Una pandemia mundial ha diezmando la Humanidad . Pero en ‘TheLast of Us’ no una vírica o nuclear, sino fúngica. La idea surgió, al parecer, a raíz de la emisión de ‘PlanetEarth’ en 2006, un documental de varios episodios que Attenborough narró para la BBC. Allí se mostró por primera vez al gran público la existencia en la Tierra de un selvático hongo llamado ‘Cordyceps’, capaz de infectar a pequeños y grandes insectos, anidar en su sistema nervioso y, como si fuera un titiritero, moverlos a su antojo. No hay exageración alguna en esa descripción.

Tan turbadora es la simple existencia de ese hongo desde la perspectiva humana, abonada como está a las historias de miedo, que en 2022 Attenborough le reservó de nuevo al ‘Cordyceps’ un papel protagonista en una actualización de aquel documental de 2006. Aparece en el tercer capítulo, ‘Selvas’, de una maravilla documental de Netflix, ‘Nuestro planeta’. Merece la pena. Con la tecnología óptica actual, la cámara sigue los andares desnortados de una hormiga infectada. Es incapaz de volver al nido. Como un muerto viviente, sube por el tronco de un árbol hasta la punta de la última rama. Allí se quedará inmóvil, agónica, mientras el hongo comienza a recubrir todo su minúsculo cuerpo y de su cerebro brota un pedúnculo que alojará una bola de esporas.

La hormiga, contra su voluntad, está ahí arriba porque así, con el viento y por la gravedad, se esparcirá ‘Cordyceps’ por la selva en busca de nuevas víctimas. Es de lo más natural que alguien en busca de argumentos de ficción quedara boquiabierto ante aquel hipnótico (por llamarle de algún modo) espectáculo, y más al escuchar lo que aquel narrador de prestigio ponía como música de fondo con su voz aterciopelada. “Cuanto más numerosa es una especie, más probabilidades tiene de ser víctima de este hongo asesino”, decía Attenborough.

Lo que el videojuego y la serie plantean es la hipótesis de que una mutación permita a ese hongo infectar y anular el buen criterio de los humanos, pero, para qué, cabría preguntarse, si hoy en día ya cumplen tan bien esa función Twitter y otras redes sociales, que perfectamente podrían llamarse ‘Cordyceps’ y así no engañarían a nadie. El preapocalipsis tal vez no sea tan distinto del postapocalipsis. Las reacciones a lo que ha implicado el éxito de ‘The Last of Us’ son el test de antígenos que podría corroborar tal teoría.

A este lado del Atlántico la serie habrá agradado o no en función de los gustos de cada cual, pero en Estados Unidos ha desatado una reacción alérgica que merece ser pormenorizada, no solo porque quienes en alguna ocasión pilotaron a los personajes con una Playstation se hayan podido sentir defraudados, que siempre es posible, sino porque Craig Mazin, creador y guionista de este trabajo televisivo, ha cogido con la guardia baja a los sectores más conservadores de aquel país, que, desprevenidos, convencidos tal vez de que iban a ver una nuevas historia de zombies más, se han sentido heridos al ver cómo ‘The Last of Us’ trataba con magistral solvencia una historia de amor gay entre dos hombres maduros, ha sorprendido al tratar con naturalidad cuán difícil será para las mujeres, en un mundo derrumbado, gestionar la regla cada mes, ha puesto en escena el corto camino que puede separar la amistad de un beso lésbico en la edad del despertar sexual y, sobre todo, ha abierto un debate sobre cuál es la forma de gobierno más adecuada para encarar el fin de los tiempos.

Bill y Frank, protagonistas del tercer capítulo, 'Long, long time', un hito en la historia de las series.

Bill y Frank, protagonistas del tercer capítulo, 'Long, long time', un hito en la historia de las series. / HBO

Hay que insistir en ello. La serie (como toda ciencia ficción) retrata el presente por mucho que fije la acción cronológicamente en el futuro. No es la primera vez que Mazin juega al trampantojo narrativo. Fue también suya la mano que en cuatro episodios relató el accidente de Chernóbil, otro monumento televisivo, que en ese caso pormenorizaba supuestamente aquella tragedia medioambiental y social, pero que en realidad advertía sobre el uso y abuso de la mentira por parte del poder político, en 1986 en la URSS, pero en realidad en cualquier lugar y en cualquier momento. Hoy, por ejemplo.

Ellie y Joel

Del tercer episodio de ‘TheLast of Us’ se ha ha publicado ya que es un ochomil de las series de televisión. Dos hombres se aman y punto. Nadie muerde a nadie. Solo 13 ochomiles topográficos hay en la Tierra, todos en el Himalaya, y puede que los televisivos, más difíciles de mesurar, porque son opinables, sean menos, repartidos además en distintas cordilleras, Netflix, HBO, Filmin… No andan equivocados quienes eso han dicho, pero el verdadero Everest es la tranquila y perfecta construcción a lo largo de todos los capítulos del perfil de los protagonistas, Bella Ramsey, en el papel de la preadolescente Ellie, y Pedro Pascal, en el del baqueteado Joel.

Igual que se elogió en su día la progresiva transformación de Walter White, en ‘BreakingBad’, de ganso profesor de química en cruel narcotraficante, en ‘The Last of Us’ hay que aplaudir la muy creíble (también) química que termina por entrelazar dos elementos en apariencia tan distantes como Ellie y Joel. Es algo esperanzador. Tal vez lo único bello que no se marchita en el mundo invadido por ‘Cordyceps’. El camino desde el recelo inicial que sienten uno por otro hasta ese instante en que entrelazan sus destinos como si la suya fuera una relación paternofilial es un trabajo de guion e interpretación por el que merecen ser aplaudidos Mazin, Ramsey y Pascal.

A petición de una entusiasta espectadora de ‘The Last of Us’, afortunada por no ver la serie solo con ojos de hombre, es casi una obligación hacer aquí un inciso para destacar el tipo de hombre que interpreta Pascal, todo un icono ahora fuera de la pantalla, que en el papel de Joel es capaz de ejercer toda la brutalidad que se supone imprescindible en ese futuro inmisericorde y, al mismo tiempo, ser alguien cercano, sentimental y no sentimentaloide.

Lo que inquieta en ‘The Last of Us’, más que el hongo y los infectados, es el telón de fondo. El de la serie es un mundo roto, en una precaria reconstrucción, y resulta interesante enumerar aquí sucintamente las distintas formas de gobierno en las que deciden organizarse los supervivientes, que van desde los totalitarismos represivos y asfixiantes, a las minúsculas teocracias (no parece gratuito que sea justo allí donde se pretenden cometer delitos de pederastia) e incluso, en lo que ha puesto de los nervios a más de uno en Estados Unidos, hasta primitivas formas de comunismo, un todo es de todos y para todos. Lo que resulta más llamativo, no obstante, es la ausencia de cualquier sociedad democrática, como si los guionistas dieran a entender que estas ya se están extinguiendo por culpa de esos ‘Cordyceps’ que se disfrazan bajo la apariencia de redes sociales, ese constante de ‘me gusta’ y ‘te odio’ con el que se evalúa todo.

En ese mundo pandémico de la serie se mantiene lo que ha sido una constante desde que aquel mono lanzó un fémur al aire, como tan bien retrató Kubrick, esa inevitabilidad de que las sociedades se dividan entre romanos y cartagineses, entre capuletos y montescos, entre ciencia y religión, entre partidarios de Verdi y defensores de Wagner, entre constitucionalistas y supuestos enemigos de España, tanto da, la cuestión es que parece algo genético, de modo que en ‘The Last of Us’, como es lógico, el choque se mantiene, en su caso entre FEDRA y los Luciérnagas, aunque, eso sí, sin internet de por medio. A lo mejor así consiguen algún día llegar a un acuerdo.