Literatura

El final de los traductores invisibles

Anagrama es la última editorial en sumarse a un gesto discreto pero revolucionario: incluir el nombre del traductor, casi siempre ninguneado, en la portada de sus libros: ¿nos importa realmente quien ha escrito lo que leemos cuando leemos a autores en lengua extranjera?

Los traductores Inga Pellisa, Xesús Fraga y Ana Flecha.

Los traductores Inga Pellisa, Xesús Fraga y Ana Flecha. / Made using TurboCollage from www.TurboCollage.com

Leticia Blanco

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Desde el pasado enero y coincidiendo con el año nuevo, todos los libros de autores extranjeros publicados por Anagrama han incorporado un sutil pero trascendental cambio en sus portadas: ahora incluyen el nombre del traductor. Detrás de ese gesto que a priori podría parecer una decisión relacionada con el diseño gráfico hay, claro está, mucho más: un reconocimiento largamente ansiado de una labor, la del traductor, tradicionalmente mal remunerada y casi siempre eclipsada por el autor. Y también una reflexión implícita que todos los lectores deberíamos plantearnos: ¿quién ha escrito realmente lo que leemos cuando leemos literatura extranjera? ¿Nos importa? ¿Hasta qué punto? 

Del traductor se suele decir que su labor es precisamente la de pasar desapercibido porque una traducción mala, que chirría, es precisamente la que le hace notar al lector que el texto ha pasado por otras manos. Pero, ¿y si fuera todo lo contrario? ¿Y si saber, por ejemplo, que Inga Pellisa, la traductora de Emma Cline y Sally Rooney, se ha encargado de la traducción de la próxima novela de Julian Barnes (en breve en librerías) fuera un aliciente más para su lectura? 

Son muchas las editoriales en España que ya acreditan la figura del que traduce en sus portadas: Libros del KO, Impedimenta, Blackie Books, Sexto Piso, Tránsito, Acantilado, Periscopi, L’Altra, Angle… pero los grandes grupos, Planeta y Penguin Random House, cuya cuota de mercado es masiva (la facturación de ambas suma alrededor del 70% del pastel editorial), no. 

Portadas de Blackie Books, Anagrama y Sexto Piso, con el nombre del traductor en la cubierta.

Portadas de Blackie Books, Anagrama y Sexto Piso, con el nombre del traductor en la cubierta. / EPC

Que la muy influyente Anagrama se sume ahora al club de los que sí lo hacen es una noticia que no ha pasado desapercibida en el gremio. “Todos nuestros traductores han recibido muy bien la decisión, que además se ha comentado bastante en asociaciones profesionales, celebrando esta pequeña contribución a un reconocimiento de lo más merecido”, explica la editora del sello, Silvia Sesé, que hacía tiempo que quería llevar a cabo “una inclusión tan pertinente y lógica”. “En Anagrama, la relación de los traductores con la editorial es bastante longeva en un porcentaje muy significativo de los casos. Tradicionalmente asignamos un traductor a un autor, aunque a veces no es posible por tiempos y disponibilidad”.

Los libros no se traducen solos

“Reconocer en cubierta que quienes traducimos somos autores, como ya lo recoge la Ley de Propiedad Intelectual, ayuda a poner en valor un trabajo muy especializado al que muy pocas veces acompañan las condiciones materiales idóneas. Empezando por la confirmación de que, efectivamente, y en contra de lo que muchas veces podría parecer, los libros no se traducen solos”, apunta Ana Flecha, especializada en literatura infantil y en trasladar el noruego, el francés y el inglés al castellano.

Flecha destaca la campaña internacional que bajo el hashtag #translatorsonthecover se hizo viral en la rentrée de 2021. “Recuerdo especialmente que Jennifer Croft, traductora de, entre otros, Olga Tokarczuk, dijo que no traduciría para editoriales que no pusieran su nombre en la cubierta. Me imagino la respuesta que recibiríamos aquí si hiciéramos un órdago semejante, pero ni que decir tiene que me alegro mucho de que en otros lugares funcione”. El International Booker Prize (antes conocido como el Man Booker) cambió sus reglas en 2016 y desde entonces divide las 50.000 libras de su premio entre el escritor y el traductor de la obra premiada… aunque ello no signifique que el traductor vaya a figurar en la portada. 

Un té con mi traductor

No es lo mismo traducir a un autor muerto que vivo. Con el escritor en vida, se abre la posibilidad del contacto para resolver dudas o matices. Xesús Fraga, traductor de Roahl Dahl y Sylvia Plath al castellano y de Kerouac y Nabokov al gallego, confiesa que con algunos de los autores que ha traducido ha acabado fraguando una buena relación de amistad. “En el caso de Julian Barnes se remonta al 2005, cuando traduje 'Arthur & George' al gallego”, explica. “Ahora solemos vernos en Londres para comer o tomar el té y nos escribimos regularmente correos en los que hablamos de fútbol, gastronomía, política, aunque también de literatura: cuando escribía 'Virtudes (e misterios)' le pedí un par de consejos y sus opiniones fueron muy esclarecedoras y útiles”, explica Fraga. "Prácticamente todas las editoriales para las que he traducido, tanto gallegas como españolas, Nórdica, Faktoría K, Rinoceronte, Galaxia Gutenberg, han puesto mi nombre en la portada", explica el Premio Nacional de Narrativa en 2021.

El gran enemigo: la Inteligencia Artificial

El de la traducción es además un mundo que lleva años enfrentándose a un poderoso enemigo: el de la Inteligencia Artificial. Existe un amplio catálogo de aplicaciones de traducción, gratuitas y a un solo click. ¿Cómo se trabaja bajo esa amenaza que además está en permanente proceso de perfeccionamiento? Inga Pellisa no duda de que, con el tiempo, la IA alcanzará resultados muy logrados, pero cree que esos avances repercutirán en los textos que implican menor dosis de creatividad. “Igual mucha gente no lo sabe, pero los traductores tenemos consideración de autores de obra derivada: esto es, cogemos una obra artística y la transformamos en una obra artística en un idioma distinto. ¿Podrá una IA producir una obra artística?”, reflexiona. “Porque no se trata de coger el texto y reemplazar los términos por la primera, o la segunda, o ni siquiera la quinta acepción del diccionario; se trata de incorporar en tu cabeza, provisionalmente, la cabeza de otro, de coger su voz, sus ideas, sus intenciones, y trasladarlas en un sentido casi esotérico del término. La IA podrá traducir las palabras, pero no lo que no está en las palabras”.

Para Pellisa, el problema radica en si en un futuro acabaremos acostumbrándonos a las traducciones automáticas “con sonrisas de filtro de Tik Tok” y dejaremos de percibir “lo que aporta la intervención humana”. “Mis hijos, por ejemplo, de 6 y 9 años, empiezan ahora a distinguir un libro bien escrito de uno de cadena de montaje; unos dibujos animados cutres de unos maravillosos, pero ¿desarrollarían este criterio si no pudiesen comparar?”. 

Mientras, el día a día del traductor sigue siendo una batalla constante contra la precariedad. La mayoría son autónomos y eso hace incompatible que tengan “cosas tan básicas como un sindicato o unas tarifas mínimas”, critica Pellisa. “Colectivamente, eso sí, tenemos el poder del asociacionismo, que ha conseguido avances muy valiosos como el Estatuto del Artista, y bueno… un gremio muy bonito y bien avenido. Pero cada nuevo encargo trae una nueva negociación individual de la tarifa por caracteres, así que es importante pelearla cada vez, tener en cuenta la dificultad del texto y nuestras circunstancias personales y profesionales”.

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