Crítica de libros

'Las voces de Adriana', de Elvira Navarro: una historia colectiva

La autora de 'La isla de los conejos' pone esta vez el acento en la dificultad de asumir la vejez de los padres y su próxima muerte

Elvira Navarro.

Elvira Navarro.

Anna Maria Iglesia

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No nos engañemos: 'Las voces de Adriana' no es y no quiere ser una novela del duelo. Una vez más, como ya hizo, por ejemplo, en 'Los últimos días de Adelaida García Morales', Elvira Navarro (Huelva, 1978) demuestra que los géneros literarios tienen sentido solo y cuando son subvertidos. Y esto es lo que aquí hace la escritora: se aleja de la narrativa del duelo y también de esa narrativa en torno a la pérdida estrechamente vinculada a lo confesional y a lo biográfico. La autora no pone el acento en la pérdida cuanto en la dificultad de asumir la vejez de los progenitores y su próxima muerte. Conjuga con habilidad las dos miradas, la de la hija preocupada por la salud de su padre y la del padre, que, a pesar de las recomendaciones, sigue fumando y trata de rehacer su vida a través de un portal de contactos. Parece no temerle a la muerte, sino a la soledad y a la dependencia. Aunque le cueste hacerse cargo de esos espacios de los que en su día se ocupó su fallecida mujer, el padre de Adriana quiere valerse por sí mismo. No quiere contratar a nadie que le cuide. Un esfuerzo económico demasiado elevado para una pensión como la suya y que su hija tampoco puede asumir. Los cuidados se precarizan. En esta primera parte, Navarro observa cómo el rol de los hijos se transforma -pasan a ser el padre de sus padres- y cómo la vejez de los padres tiene que ver con la asunción de su próximo final, pero también con la dificultad de gestionar los cuidados. Navarro refleja estas cuestiones a través de la descripción de la casa: el frigorífico sin limpiar o el polvo acumulado son los primeros indicios de esos cuidados condenados a la precariedad y de la soledad.

La casa en la que se creció se va deshabitando como se deshabitó también la casa de los abuelos y en sus objetos que quedan y en las estancias vacías se inscribe la memoria familiar. Esta segunda parte de la novela se define por una poética de los objetos y sus páginas dialogan con 'En memoria de la memoria', de Maria Stépanova. Porque en ambos casos hay una exploración de la memoria a través de lo físico, a través de los objetos y también de las experiencias. El territorio de la memoria está conformado por fantasmas, proyecciones y voces, en el caso de Navarro, de las voces de la madre y la abuela de Adriana, que se confunden entre sí y también con la voz de la propia protagonista.

La novela vuelve así a escaparse de cualquier definición genérica para convertirse en una reflexión sobre el legado y sobre la escritura. En la tercera parte, 'Las voces de Adriana' es una exploración sobre los límites de la escritura. “¿Por qué en todo ese tiempo había sido incapaz de escribir sobre su universo materno y en cambio se había dedicado a fabular con las historias de los demás?”, pregunta ese narrador en tercera persona tan próximo a Adriana que puede leerse con una forma de exteriorización de la conciencia. La tercera parte, donde escuchamos directamente las voces de las tres mujeres, es en cierta medida una respuesta a la pregunta. Las voces son resultado de la fabulación, desdibujan el dilema entre lo real y lo ficticio. Elvira Navarro se decanta por la ficción, como el gesto más honesto para convocar esas voces que nos conforman, pero no nos pertenecen. Porque la experiencia individual adquiere sentido en la medida que se vuelve colectiva, cuando la historia del yo es la historia de los demás. El de Navarro es un gesto estético y político, como toda su narrativa. Un gesto que revela el más férreo compromiso de la escritora con la ficción, espacio en el que la experiencia individual se diluye en lo colectivo.

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