Crítica de libros

'El pasajero / Stella Maris' de Cormac McCarthy: el principio de la indeterminación

El veterano escritor norteamericano regresa tras 16 años sin publicar con una obra que quiere transmitir una visión entrópica del mundo

cultura Cormac McCarthy

cultura Cormac McCarthy / cultura Cormac McCarthy

Sergi Sánchez

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Cuando la novelista Annie Dillard decía que en la ficción de la mecánica cuántica “no se puede conocer a la vez la velocidad de una partícula y su posición”, daba la impresión de que alguien, desde nuestro presente, le había enviado el manuscrito de esta novela bipolar -o de estas dos novelas reunidas en un solo volumen, plano y contraplano de una misma visión entrópica del mundo, publicadas por separado en Estados Unidos- que es 'El pasajero/Stella Maris', con la que Cormac McCarthy, a los 89 años, vuelve a ser noticia después del éxito consensuado de su obra más accesible, 'La carretera'.

En una de tantas divagaciones sobre la física cuántica que pueblan la novela -aprenderemos lo que es la teoría de la matriz S, la teoría ‘bootstrap’, los leptones o el gluon, y no somos exhaustivos- se afirma que lo único que le preocupaba a Einstein era “la indeterminación de la propia realidad”, precisamente el motor de buena parte de la literatura norteamericana mal llamada posmoderna. No tardamos mucho en pensar que McCarthy ha escrito una novela de Thomas Pynchon sin su corrosivo e inquietante sentido del humor.

Lo que decíamos: si 'El pasajero/Stella Maris' fuera una partícula, tendríamos problemas para situarla en el espacio. A veces parece que va demasiado rápida para poder percibirla. Bobby Western, buzo de rescate, antes físico, antes piloto de coches de carrera, descubre que en un avión privado hundido en el mar debería de haber los cadáveres de ocho pasajeros pero solo hay siete. No se trata de un error burocrático, sino de un misterio que desata una espiral conspiranoica, una persecución que podría ser carne de thriller, en la que McCarthy nos sumerge a la velocidad de la luz para luego descentrar su interés en múltiples haces de sentido (o de incertidumbre) donde el misterio se desdibuja.

A veces, por el contrario, parece que va demasiado lenta, hasta el punto de que la bombilla de sus objetivos (la realidad se agota, la literatura es testigo de cargo de ese agotamiento) se funde: habrá que esperar hasta 'Stella Maris' para que Alicia Western, la amada hermana de Bobby, brillante matemática que sufre de esquizofrenia paranoide, ambos unidos por una relación platónicamente incestuosa, pueda hablar sin que la interrumpan de sus mundos paralelos, en una conversación con su terapeuta que nos recuerda a la pinteriana 'The Sunset Limited'.

En 'El pasajero' sus alucinaciones -monopolizadas por el Chico Talidomida, un enano con aletas- truncan el relato principal como casas piloto caídas torpemente de la nada, potenciando la sensación de caos de una novela que parece buscar un orden en el desorden de sus propósitos, siempre por delante de su abrumado lector, algunas veces por detrás de las grandes ambiciones de cambio de un McCarthy que parece alinearse con la literatura que algunos de sus contemporáneos (el citado Pynchon, el William Gaddis de 'Los reconocimientos') practicaron hace décadas.

Trauma fundacional

Detrás de la ciencia y las matemáticas (intereses que McCarthy ha cultivado desde los años 80, cuando entró en contacto con los científicos del Santa Fe Institute, convirtiéndolo en su segundo hogar), detrás del thriller frustrado, mucho menos violento que de costumbre, subsiste la preocupación por ese país que ha definido su estar-en-el mundo contemporáneo a partir de un trauma fundacional, que es, también, el que define la angustia existencial de los hermanos Western: la invención de la bomba atómica.

El padre de los Western era uno de los científicos que colaboraron con Oppenheimer en el proyecto Manhattan, y desde ese agujero negro, Bobby y Alicia aprenden a sobrevivir con la culpa a cuestas, que es la de una nación que destruye todo lo que toca. Su apellido lo dice todo: no solo alude, de un modo más que explícito, a toda una civilización sino a la construcción de la identidad nacional de América, tan presente en su Trilogía de la Frontera y, sobre todo, en 'Meridiano de sangre', su extraordinaria epopeya sobre la violencia de un género que, en el cine clásico, había blanqueado la imagen del colonizador confundiendo al bárbaro con un héroe canónico. Cuando el crítico Harold Bloom calificaba 'Meridiano de sangre' como “la auténtica novela apocalíptica estadounidense” no solo estaba avanzando la existencia de la austera, sobria 'La carretera' sino también el desbordamiento bicéfalo de 'El pasajero/Stella Maris', donde McCarthy sigue fiel a sus normas de estilo -eliminar las marcas de los diálogos, haciendo de cada conversación un solo flujo del pensamiento, roto por los puntos y aparte; unaprosa que encuentra en su sequedad sus brotes poéticos- para servirnos, en efecto, una novela sobre un mundo que se acaba.

¿Qué se acaba? La confianza en la realidad, la fe en lo que vemos, la posibilidad del amor bajo el influjo de lo prohibido. ¿Qué empieza? Lo más sorprendente de esta doble novela pantagruélica y desigual, críptica y apabullante, es que parece el principio de algo nuevo para McCarthy, y eso es más que admirable en un escritor de su talla y de su edad. En toda su insondable oscuridad, tiene momentos de una belleza extraordinaria: la relación de Bobby Western con una trans, Debussy Fields, es una preciosidad; las últimas páginas de 'El pasajero', que transcurren en Formentera, tienen un tono crepuscular que culmina en un último párrafo memorable; párrafo que desemboca en 'Stella Maris', donde McCarthy, acostumbrado a esculpir masculinidades ásperas, se dedica a construir en cuerpo y alma la voz de un personaje femenino, un terreno relativamente poco explorado en su literatura. Nunca una despedida (“Cójame la mano (…) Porque es lo que hacen las personas cuando están esperando el final de algo”) había resultado tan esperanzadora.

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