Documental

El día en que David Bowie leyó 'En el camino'

Brett Morgen condensa en 'Moonage Daydream' la filosofía místico 'beatnik' del artista, y señala al centro mismo del momento en el que el creador nace, y cómo lo hace, sin ser del todo consciente del prodigio

David Bowie y Brett Morgen, caminos que se encuentran.

David Bowie y Brett Morgen, caminos que se encuentran. / Sara Martínez

Laura Fernández

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Brett Morgen nació en Los Ángeles, California, en 1968. Sus padres querían ponerle Britt, en honor a un famoso jugador de fútbol americano, pero en el registro deletrearon mal el nombre. Desde niño le gustó el cine. Decía a todo el mundo que de mayor sería director. Y cuando se hizo mayor, se convirtió en director. Director de documentales. De un tipo muy concreto. Existe el documental que intenta mostrar, como lo haría un cronista que señala aquello que debe observarse, una parte del mundo —entendido el mundo en un sentido amplísimo: un alguien, un algo, ya sea un conflicto, una historia, un sitio, un momento—, y luego está aquel que extrae la esencia de aquello que documenta y lo convierte en una pequeña pieza de museo. Morgen hace esto último. Y a punto estuvo de dejar de hacerlo.

El año en que empezó a reunir el material que se convertiría en su último documental, el lisérgico y profundo, Moonage Daydream, tan, por momentos, lynchiano —hay oscuridad y sobre todo sentido cósmico, y si la forma de contar abraza el caos es porque está hablando de cómo la vida no es más que eso: caos— que podría haber sido compuesto por el mismísimo David Lynch, sufrió un ataque al corazón. Tenía entonces 49 años. Pasó una semana en coma. Por suerte, se recuperó. Moonage Daydream es la clase de pieza que no podría no haber existido. Condensa a David Bowie hasta convertirle en, sí, aquello que siempre fue, un paso adelante de la propia idea de lo humano, casi una fórmula mágica, un alguien a la vez demasiado humano y, por eso, de otro planeta.

Como ante un lienzo en movimiento, un lienzo enorme y mutante en el que el tiempo no se trata como el otro al que solía referirse Bowie —para quien el tiempo fue desde el principio, un personaje, y el principal, el que le permitía cambiar: “Me obsesiona lo que hace con nosotros, cómo algo puede un día no significar nada, y al siguiente, todo”, dice en un momento del documental— sino como mero vehículo de reflexión, Morgen retrata al Bowie que existía tras el Bowie que el mundo creía estar viendo —“El artista no existe, es el público quien lo crea. No existe Bob Dylan, no existe Mick Jagger, yo tampoco existo. Somos algo irreal, que se forma en la mente de quien quiere creer que existimos”, dice, en otro momento—, y lo que captura es su esencia, aquello que era él antes de él.

¿Y qué era? Alguien en el camino. “El arte no consiste en encontrar sino en buscar. Sería desolador para mí encontrar algo. Yo quiero seguir buscando”, dice también, en esa pequeña colección de momentos superpuestos, e iluminadores, que constituye Moonage Daydream. Se instalaba, Bowie, en ciudades de países de todo tipo para ver qué de forma afectaba, decía, a su escritura. A veces eran ciudades que odiaba, como Los Ángeles, y otras, ciudades que iban a permirtirle aislarse —y sobre todo, pintar retratos de gente aislada— como el Berlín Occidental. “Soy una especie de beatnik místico”, dice, en otro momento. Un beatnik existencial que viaja a la vez por dentro y por fuera, que se convierte en el viaje mismo, consciente de que el destino es lo único que no importa.

“Leer En el camino de Jack Kerouac me cambió la vida”, asegura la voz de Bowie en el momento cumbre, en muchos sentidos, de Moonage Daydream. Me fascina la manera en que un artista nace, y a la vez, se hace, y se diría que en ese momento —en el que Bowie habla de su infancia, de cómo el matrimonio de sus padres era un planeta del que siempre se sintió excluido, y sobre todo, de la influencia de su hermanastro—, está ocurriendo eso. Su forma de estar en el mundo se iba a convertir en no estar exactamente en él, o habitarlo de tan distintas maneras como le fuera posible. Interiorizó lo beatnik hasta convertirse en la propia idea del viaje. “El artista debe preguntarse qué puede aportar al universo”, dice Bowie, y actuar en consecuencia, alumbrando una infinidad de otras salidas.

Y podría decirse que Kerouac sostuvo la puerta por la que Bowie entró, y que éste —que tuvo su propio Neal Cassady: ese hermanastro al que adoraba porque era mucho más libre que él entonces, y que le dejó sus primeros discos, entre ellos uno de Coltrane, que lo puso todo en marcha— tomó su mítica máxima, la conclusión de En el camino, aquel “No puedo ofrecer más que mi propia confusión”, y buceó en él, tratando de extraer aquello que brillaba allí dentro, en su propia confusión. “Escribo porque escribir me permite zarpar sin correr ningún peligro”, dice Bowie, y da un consejo imbatible a todo aquel que quiera hacerlo: “Si quieres saber si lo que haces es bueno, y crees estar seguro donde estás, camina un poco más lejos, adéntrate en el mar, y deja de tocar pie. Sólo así lo será”.