El testimonio

La memoria del Raval sobre la que se ha construido una ópera

Charo de la Calle ha compartido con Victoria Szpunberg sus vivencias de seis décadas en el barrio de Barcelona para la creación del libreto de 'La gata perduda'

Así se hizo 'La gata perduda', un proyecto titánico entre Liceu y Raval

Charo de la Calle, veterana activista vecinal del Raval

Charo de la Calle, veterana activista vecinal del Raval / Zowy Voeten

Rafael Tapounet

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Charo de la Calle tiene un nombre tan a propósito que parece inventado. Pero no. Es real. Esta infatigable activista vecinal nacida en Madrid en 1935 lleva seis décadas viviendo en el Raval y junto a su marido Carlos, fallecido hace seis años, formó una de las parejas más conocidas y apreciadas por la gente del barrio. Charo es una de las personas que compartió sus vivencias con Victoria Szpunberg para la elaboración del libreto de la ópera comunitaria ‘La gata perduda’, estrenada en el Liceu el pasado miércoles. Esta es su historia, relatada en primera persona; memoria viva de un barrio castigado que lucha por hacer visible toda su riqueza y complejidad.

“Yo soy de Madrid, una ‘gata’ auténtica. El próximo día 29 de octubre voy a cumplir 87 años, y los últimos 59 los he vivido en el número 19 de la calle Junta de Comerç, en el Raval. Muchas personas han venido al barrio desde otras provincias y otros países obligados por la circunstancias. Yo, en cambio, he tenido más suerte. Yo vine por amor".

"Mi marido, Carlos Hernaiz Fernández, era de Cuenca capital y le tocó hacer el servicio militar en el Estado Mayor, en Madrid. Muchos días iba a comer a casa de su tía, y allí nos conocimos. Pasamos tres años y pico de noviazgo. Por entonces, él ya trabajaba en Barcelona, en comercio exterior. Cuando nos casamos, en 1963, me vine con él. También nos trajimos a sus padres, porque Carlos era hijo único, así que necesitábamos un piso un poco amplio y encontramos el de Junta de Comerç. No tuvimos hijos. Mi marido ha sido para mí un compañero de vida y un héroe. Él sentía un gran respeto por la cultura y me lo inculcó también a mí. La cultura es lo que nos enseña a distinguir el bien del mal y a conocer los pros y los contras de las cosas, y eso es lo que hemos querido transmitir al barrio, en todas nuestras actividades".

Hacerse escuchar

"Siempre nos ha interesado participar en la vida del barrio para intentar mejorar las cosas. Aquí, en esta calle, hemos hecho de todo. Sacábamos mesas y los vecinos se juntaban para tomar el aperitivo y, de paso, para hablar de los problemas del Raval. De esta manera, esto se fue convirtiendo en un punto de reunión importante. Aquí todos somos gente más bien humilde que necesitaba ser escuchada y no tenía otras vías para hacerlo. Pasaban de nosotros. Así que hacíamos esas pequeñas reuniones en la calle y venía gente procedente de distintas provincias y distintos países para discutir de los problemas que les afectaban y quejarse, pero siempre de una manera pacífica. Yo he sido toda la vida muy activista y aún hoy participo en la asociación de vecinos del Raval, pero nunca me han gustado las manifestaciones. Me dan un poco de miedo".

"El Raval no es un sitio fácil, pero ha sido nuestra casa y nos ha enseñado muchas cosas. Nunca nos hemos planteado ir a vivir a otro sitio. Yo nací un año antes de la guerra y sé lo que es sobrevivir. Y tal vez por eso, porque recuerdo aquellos momentos y quiero evitar que vuelvan, me he sabido adaptar bien y convivir con otra gente".

Charo de la Calle bromea en su finca de la calle Junta de Comerç.

Charo de la Calle bromea en su finca de la calle Junta de Comerç. / Zowy Voeten

"En estos 60 años, el Raval ha cambiado muchas veces. Cuando vinimos, el barrio estaba mucho más conectado con el puerto. Era cuando la prostitución estaba en plena Rambla. ¡Veías unas cosas! Un día, mi hermana pequeña estaba de visita y quería ver qué era todo ese ambiente del Barrio Chino, y la llevé al bar Marsella. Se quedó mirando con los ojos muy abiertos. Y salió una mujer y le dijo: “¿Qué pasa, jodida paleta? ¿Es que en tu pueblo no hay putas?”. Ahora sigue habiendo prostitución, pero más solapadamente. Aunque no te creas… Un día, mi marido, que ya estaba enfermo, y yo veníamos del médico por la calle Sant Pau y se acercó una chavala que no llamaba mucho la atención, le cogió la mano a mi marido, se la puso en su pecho y le dijo: “20 euros por una paja”. ¡Y yo estaba a su lado! Eso lo hace la desesperación".

"El otro día me vino un joven y me preguntó su quería comprar cocaína. ¡A mis 87 años!"

"Hemos vivido momentos duros, también. En esta calle hemos tenido, que sepamos, cuatro narcopisos. Quizá ha habido más. Pero se luchó y se consiguió acabar con ellos. Ahora, de momento, no hay, pero sí tenemos pisos turísticos. En mi finca hay tres. La droga ha sido el gran problema del barrio, aunque yo nunca me había cruzado con ella hasta el otro día. Iba caminando por el Pla de la Boqueria a la una del mediodía y me vino un joven y me dijo: “¿Cocaína? ¿Hachís? ¿Quieres? Yo te lo vendo”. No me había pasado nunca y me pasó el martes. ¡Con casi 87 años! Eso ya no se me va a olvidar en la vida".

Un banco para Carlos

"Mi marido es un hombre muy querido en el barrio. A veces aún hablo de él en presente aunque ya no esté. Siempre fue muy defensor de los jóvenes y a mí me enseñó a entender y querer a la juventud. Le preocupaba mucho que después de acabar la escuela a los chavales no se les dieran oportunidades. Carlos luchó mucho por eso. También enseñaba castellano en casa a los chicos inmigrantes de las pateras que querían aprender para poder trabajar. Por cosas como esa, era muy apreciado por todo el mundo. Cuando ya estaba enfermo, Sonja [Poehlmann] y Félix [Lozal], que tenían unas tiendas de diseño y decoración en el número 17 de Junta de Comerç, instalaron un banco en la calle para que mi marido pudiera descansar y le pusieron nuestros nombres: Charo y Carlos. Él murió en julio de 2016. El banco lo cedimos a la librería La Panafricana, pero hace poco tuvieron que cerrar por un problema con el alquiler y ahora todos los bienes que hay dentro están embargados, así que no lo podemos recuperar".

"Mi suegro y yo íbamos a la Rambla para ver a la gente que llegaba al Liceu, con sus coches de lujo y sus vestidos de noche"

"Sonja era alemana y tuvo que volver a su país durante la pandemia. Antes de irse, me puso en contacto con la gente del Liceu, que buscaban personas del Raval que les explicaran historias del barrio para escribir una ópera. A mí al principio me parecía un poco raro, porque el Liceu ha vivido siempre totalmente de espaldas a nosotros. A mi suegro le gustaba mucho la ópera, pero, claro, no se podía pagar una entrada. Así que lo que hacía era ir a la Rambla cuando había función para ver a toda la gente que iba a Liceu con sus coches de lujo y sus vestidos de noche. A mí me daba pena que fuera solo y lo acompañaba. Y ahí estábamos en pleno invierno, pelándonos de frío en la calle, esperando a que toda esa gente saliera de la ópera y se fuera a los mejores restaurantes a cenar. Luego, cuando mi marido y yo hemos tenido la oportunidad, hemos ido algún día a cenar a esos mismos sitios a los que iban los ricos. Ya ves, la venganza del pobre".

"Compré dos entradas para el estreno de ‘La gata perduda’ a 15 euros cada una, en platea, en un sitio fabuloso. En el Liceu no cabía un alfiler. La función fue algo maravilloso. Yo no soy ninguna entendida en ópera, pero mi marido me enseñó a amar la música. Y, aunque la obra es moderna, creo que la comprendí. La gente estaba entusiasmada y no dejaba de aplaudir y de gritar “¡bravo!”, con una ilusión… Ahí estaban todas esas historias que yo les había ido explicando; algunas, entre líneas, y otras, como la del banco de Carlos, bien en primer plano. La realidad del Raval, pero tratada de manera que no hiera a nadie. En el acto final, aparecían muy grandes las caras de algunas personas del barrio, y ahí estaba la mía. Sin embargo, el momento que más me conmovió no fue ese, que yo ya me tengo muy vista, sino cuando salieron unos chavales a cantar y bailar hip-hop. Y fíjate que a mí el hip-hop no me gustaba nada, pero al ver cómo disfrutaban esos chiquillos y cómo se entregaban, creo que he cambiado de opinión. Esos niños, como tanta gente del Raval, son supervivientes, y verlos ahí, en el escenario del Liceu, con esa alegría, es algo que no tiene precio. Solo por cosas así, ya merece la pena todo el esfuerzo que se ha hecho”.

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