El Teatre Lliure abre temporada con 'Fàtima', un mal viaje de tripi al Raval

Jordi Prat i Coll reestrena 'Fàtima', su obra más ambiciosa hasta la fecha, que marca el disparo de salida de la temporada del Teatre Lliure.

Un instante de la obra de teatro 'Fàtima', en el Lliure.

Un instante de la obra de teatro 'Fàtima', en el Lliure. / Silvia Poch

Manuel Pérez i Muñoz

Manuel Pérez i Muñoz

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El Lliure arranca temporada igual que la acabó, con 'Fàtima', una de las pocas apuestas por la autoría textual catalana de su temporada, un curso que baja un escalón en experimentación para aferrarse a la garantía de los grandes referentes de la literatura internacional. Jordi Prat i Coll, autor de la obra y director de algunos de los grandes éxitos del pasado TNC de Albertí, como la adaptación de Rusiñol 'Els Jocs Florals de Canprosa', ha catapultado su carrera como dramaturgo después de la elogiada 'M'hauríeu de pagar'. Recupera ahora el tono oscuro y la densidad psicológica de los personajes para abismarnos en un Raval de tintes apocalípticos pero en cierto modo casi realista.

'Fàtima' es un viaje a los bajos fondos del Raval. 

'Fàtima' es un viaje a los bajos fondos del Raval.  / Silvia Poch

La sordidez koltesiana, con su apelación a la poesía, arrastra a la joven Fàtima en su descenso a los infiernos. Escuchamos los primeros versos de la Divina comedia que nos sugieren un viaje por estaciones. Expulsada de su único hogar, la protagonista se irá topando con un retablo de criaturas entre el delirio y la deshumanización. El binomio droga y salud mental estira hacia el suelo mientras la puesta en escena huye del realismo, levita como los personajes hacia el plano de la fantasía. No se trata del elogio de la amoralidad que destilaría Genet del barrio Chino, al contrario, la fantasmagoría de proscritos parece pedir una misericordia que no llega. Como en las mejores obras de Antonio Tarantino, la tradición del cristianismo se transfigura para intentar conectar los bajos fondos con alguna idea sublime que aporte la salvación.

En este sentido, la escenografía de Marc Salicrú actúa de mapa de resonancias fundamental. Una escalera entre el altar y el abismo, una escultura con referencias a Fabià Puigserver y al aura sagrada del teatro como espacio de representación. Fundamentales también vestuario (Albert Pascual) e iluminación (Raimon Rius) para crear esa sensación de mal viaje de tripi que no es sencilla de mantener. Atmósfera que sería imposible de conseguir sin la entrega de la actriz protagonista, Queralt Casasayas, más desgarrada hacia la heroína trágica que a la advocación mariana. El papel más redentor corresponde a los otros personajes femeninos (Daniela Fumadó con sus altibajos emocionales y Mercè Arànega con su solvencia y magnetismo habitual), en contraposición a masculinos, corruptores (Albert Ausellé, Sergi Torrecilla). Finalmente, están los supuestos animales (Tilda Espluga, Jordi Figueras), contrapunto surrealista para ese final que se empeña, casi sin necesidad, en dar a Fàtima un trasfondo familiar que justifique su caída.

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