OPINIÓN

Godard ha muerto de joven, me atrevería a decir

Jean-Luc Godard junto a la actriz Jean Seberg.

Jean-Luc Godard junto a la actriz Jean Seberg. / STRINGER/ EPC

Lope Serrano Sol

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Por ser un gran tímido, un escéptico y un abstemio, un hombre alérgico a las convenciones y a las convicciones, un contestatario de corazón, se podría decir que Godard nació sabio y culto, peinado y mimado, burgués y sentimental y dedicó su tiempo -en obra y vida- a despojarse de sí mismo, quemando sus riquezas, cuestionando sus privilegios, escapando de sus sentimientos, avanzando hacia atrás cuando todos lo hacían hacia adelante, haciendo películas cada vez más interrogativas y seminales, aislándose paulatinamente de un mundo que le recibió como un príncipe y del que se ha despedido como un náufrago, ascético, socialista, sin afeitar y probablemente con el pelo más largo que nunca. Cómo un joven, ya digo.

Es esta cualidad única, la de ser cada día más joven, la que hace en realidad a Godard tan moderno, algo de lo que parecen reírse los cínicos. Pero es verdad.

A los 20 alumbró el clasicismo desde las páginas de Cahiers, ese amor de alumno a maestro que no pide retribución. Leer sus críticas es aún hoy en día una lección de erudición entregada y limpieza sintáctica. La que escribió para 'Un verano con Mónica' (Ingmar Bergman, 1953) debería ser leída en voz alta en cualquier escuela de cine el primer día de clase. En cualquier escuela, en realidad.

A los 30 inventó el pop cinematográfico, haciendo tan bien eso que solo sabe hacer el pop, ser irreverente, crítico y sentimental sin ser ni demasiado irreverente ni demasiado crítico ni demasiado sentimental. Godard empieza los 60 sin una arruga en la americana, fumando en pipa y homenajeando a la Monograph Pictures ('À bout de souffle', 1960) y la acaba en jeans, subido a una grúa rodando en una playa a un montón de jipis grafiteros mientras los Rolling Stones componen 'Sympathy for the Devil' ('One plus One', 1969). Entre esas 2 películas hay 17 más que forman el grueso de su obra más conocida. No hay lugar aquí para hacer justicia a la importancia iconográfica de este opus magnum, pero valga el recuerdo de algunas chispas para recordar la inmensidad de la hoguera: Michel y Patricia abrazándose en la cama, el rostro azul de Pierrot rodeado de un collar de cartuchos de dinamita, las lágrimas de Nana viendo llorar a la Juana de Arco de Dreyer, el accidente de coche mortal de Camille, el baile de Odile, Franz y Arthur, el cosmos en una taza de café. 

Del clasicismo al pop y del pop al marxismo. Y no como ruptura sino como evolución, pues el pop es una celebración de la vida pero sobre las vibrantes ruinas de la muerte, como todos los socialistas saben. Y ahí Godard, en sus 40, intenta diluirse en el colectivismo del grupo Dziga Vertov (nunca dejó de amar a sus maestros este hombre) e intenta conciliar imposibles, el humor con el dogma, la libertad con el orden, el amor con la rabia, Jane Fonda con el Vietnam. Y pese a ese naufragio de la razón que fue el fracaso del marxismo, Godard llega impoluto a la orilla del Idealismo, ese preámbulo adolescente que él sin embargo conquista en su madurez. En los 80 se refugia en la cueva del vídeo, que es el cine platónico, escribe una vez, y se acuartela en esa Suiza cuya neutralidad siempre le irritó pero a cuyo privilegio no renunció para rodar y montar sin tener nunca que dejar de fumar ni pensar, para rodar y montar como un ejercicio que no se distingue ya del pensamiento. Es conmovedor ver como pese a la impenetrabilidad ensayística de sus películas en esta etapa, el lirismo y la verdad asoman de vez en cuando como un guiñol incontrolable y juguetón: “Cuando la mierda tenga valor, los pobres nacerán sin culo”, dice alguien en 'Prénom: Carmen' (1983), película en la que él mismo interpreta a un loco abrazado a un radiocasette; la virgen María, por su parte, es una jugadora de baloncesto adolescente en 'Je vous salue, Marie' (1985).  

La última estación para Godard es la primera para todas las demás, pues, la más pura anarquía. Y ahí donde los demás solo podemos ser niños, Godard alcanza la bella calma de la lucidez, hace de la desobediencia una disciplina y entrega en plenas facultades el compendio de sus testamentos, en cuyos títulos es posible encontrar el único rastro autobiográfico de este hombre tan extremadamente púdico: “New Wave” (1990), “For Ever Mozart “(1996), “Film Socialisme” (2010) y el elegíaco “Adieu au language” (2014) podrían ser leídos como capítulos de su propia vida.

Ha muerto de joven, Godard. Exégeta de los clásicos, maestro de tantas juventudes, su propia desaparición es el último capítulo de una rebelión perpetua, biológica, más poética que política, más contra la muerte, en definitiva, que contra la propia vida.

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