HOTEL CADOGAN

Los libros recomendados por Olga Merino: Mary Shelley y los ladrones de cadáveres

Minúscula publica una biografía-ensayo ‘necromántico’ sobre la autora de ‘Frankenstein’

tumbas

tumbas / El Periódico

Olga Merino

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Muertos y medio enajenados como estamos ya nada debería producirnos espanto y, sin embargo, los moradores del Cadogan, tanto los huéspedes como el servicio, nos aferramosa nuestros antiguos canguelos y supersticiones como a un talismán. El miedo da gustirrinín, a cada quien el suyo.Por ejemplo, el jardinero del hotel, el Viejo Yerbas, se niega a plantar nada en los arriates del invernadero desde el día en que, cavando un surco junto a la pared trasera, el azadón hizo cloc y emergió una tibia humana... Todavía se escucha el eco de sus gritos. El pobre nunca ha vencido su pavor a los profanadores de tumbas.

El latrocinio se concentraba en Londres, la capital del mundo durante una era de efervescencia científica en que, con la proliferación de escuelas de medicina, se disparaba la demanda de finados en los anfiteatros anatómicos. Desde 1752, los profesores podían disponer de los cuerpos de los ajusticiados —se consideraba parte del castigo la disección en la mesa del forense—, pero como la horca no satisfacía todos los pedidos, comenzaron a aparecer los ladrones de cadáveres, los llamados resurreccionistas, espoleados, además, por la circunstancia de que no podían levantarse cargos por el robo de un fiambre: un cuerpo no era propiedad de nadie. El pánico de los deudos se extendió con la voracidad de un incendio. Algunos cementerios escoceses conservan todavía una especie de armazones metálicos, como jaulas, para proteger los sepulcros más antiguos.

Mary Wollstonecraft Godwin (1797 – 1851), de casada Mary Shelley, vivió en el epicentro de esa época. Muerta su madre de fiebres puerperales, velaron el cadáver cinco días en casa, en parte para salvaguardarlo de la codicia de los saqueadores. Mary iba muy a menudo a visitar su tumba en el cementerio de Saint Pancras, donde también peló la pava con Percy Bysshe Shelley, el amante poeta con quien se fugó y cuyo corazón ahogado conservó envuelto en la primera páginadel poema ‘Adonais’. No sería de extrañar que, en esas idas y venidas necrománticas, se plantara en su cerebro la semilla de ‘Frankenstein o el moderno Prometeo’.

La escritora argentina Esther Cross revela en ‘La mujer que escribió Frankenstein’, una biografía ensayo recién publicada por Minúscula, que en 1818, cuando apareció la primera edición de la novela, también un fabricante de velas de sebo llamado Edward Bridgman patentó un féretro de hierro, un ataúd acorazado a prueba de resurreccionistas. Jugosa coincidencia.

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