Crítica de teatro

'Crim i càstig', prueba superada en el Lliure

Pau Carrió sale con la cabeza alta del reto mayúsculo de adaptar el clásico de Fiódor Dostoyevski

La obra crece en la segunda parte y llega a su punto más alto con el mano a mano entre Pol López y Míriam Iscla

crim i càstig

crim i càstig / Sílvia Poch

José Carlos Sorribes

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Hay apuestas que se ganan el aplauso solo por el reto de emprenderlas. Es el caso de 'Crim i càstig', la adaptación que firma Pau Carrió en el Teatre Lliure de la monumental novela de Fiódor Dostoyevski. Carrió sale bien parado del triple mortal que supone enfrentarse a la traslación teatral de una novela de casi 700 páginas. Y no se lo pone fácil al espectador con un montaje que supera las tres horas y media, sin contar un pausa de 20 minutos. Una obra de aquellas llamadas a convocar o bien a un público muy teatrero o a los seguidores más entusiastas del genial narrador ruso. El director se pone en manos de su actor fetiche, Pol López, para esta mayúsculo viaje escénico.

La pieza presenta un buen destilado de la novela con un cuadro de escenas a modo de resumen del argumento: el retrato psicológico del personaje, el decadente entorno de las décadas previas a la revolución rusa, un agitado debate de ideas y una trama policial. Es la que surge a raíz del crimen de Raskólnikov, un exestudiante que vaga desnortado por su vida y por las calles de Moscú. Más esquematizado y cuestionable es el dibujo de personajes capitales de la novela, como la joven prostituta Sonia.

La Sala Fabià Puigserver, dispuesta del revés

Los 10 intérpretes de un sólido elenco ocupan un espacio más grande de lo habitual en una sala Fabià Puigserver dispuesta del revés. Los actores se mueven (obviamente sin butacas montadas) donde habitualmente se sienta el público y los espectadores están ubicados en la zona habitual del escenario. El juego funciona al amparo de las magníficas arcadas de madera de la sala, aunque también queda la sensación de que la amplitud del espacio no está siempre justificada.

Carrió se mueve entre dos territorios, el del teatro digamos más convencional y el de factura más 'moderna' y mayor carga simbólica. La música electrónica de Arnau Vallvé, pinchada en directo por Joan Solé, se dispara en ese momento, como la gran burbuja de plástico que cae sobre el escenario y que llega a convertirse en un enorme iglú. Aparece en esos momentos de delirio en que Rodia está atrapado por los fantasmas interiores que se le despiertan tras haber asesinado a la vieja prestamista, y, de rebote, a la hermana de esta. O al menos eso cabe entender de una propuesta escenográfica tan aparatosa como algo gratuita.

Tras una primera parte más plana e irregular, con entradas y salidas que paran el ritmo, la pieza crece cuando se mueve en ese terreno más convencional, sobre todo en el mano a mano entre el protagonista y el comisario, comisaria para Carrió, alrededor de las pesquisas policiales por el crimern. Son momentos de alto voltaje intelectual con ecos propios de Nietzsche que brotan cuando el protagonista apela a la división de la sociedad entre personas ordinarias y extraordinarias o a la legitimidad del uso de la violencia.

En esas escenas, una extraordinaria Míriam Iscla, sin un titubeo y siempre en su sitio, eleva la propuesta de Carrió al punto más alto, bien secundada por López, un cabeza de cartel sometido a un extenuante maratón. El actor nunca sale de escena y se vacía en un trabajo abrumador, a partir de su conocido catálogo interpretativo. Destaca más en los momentos de pausa que en los de delirio, cuando se deja llevar por un registro algo excesivo. Pequeña mácula que no emborrona un 'tour de force' del que sale con la cabeza alta, igual que su cómplice de aventuras teatrales de riesgo.

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