Hotel Cadogan

Anna Ajmátova, la poeta rusa que hoy se manifestaría contra la guerra

Eduardo Jordà publica una biografía exquisita de la autora, que a buen seguro hoy estaría encabezando las manifestaciones contra la guerra

Anna Ajmátova

Anna Ajmátova

Olga Merino

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Aquí, en el Hotel Cadogan, de natural etéreo como somos, estábamos convencidos de que Europa jamás volvería a ser escenario de una guerra, y sin embargo, el espanto vuelve a cernirse sobre el continente tras la invasión de Ucrania. Corta y estúpida la memoria del hombre. Por suerte, nos quedan la vida hacia dentro y el consuelo de la lectura, la ilusión de que el cartero nos traiga libros nuevos en su bicicleta chirriante, el último de ellos una biografía exquisita de Anna Ajmátova a cargo del escritor y poeta Eduardo Jordà, publicada por la editorial malagueña ZUT Ediciones.

Leer a los rusos por militancia. ¿Acaso la cultura rusa es culpable de la paranoia de sus dirigentes? Hace unos días, pretendían derribar una estatua de Dostoyevski en Florencia... ¿Nos hemos vuelto locos?

El gran hallazgo de esta semblanza, casi una acuarela, es el tono de una voz en primera persona, un monólogo que emerge torrencial y a la vez delicado desde el sueño o el mismo río de la muerte. Jordà ha sabido emboscarse en Ajmátova, la poeta que podía leer el pensamiento y, como Casandra, se anticipó al horror que estaba por venir.

En efecto, la Revolución de Octubre no fue el baile campesino bien regado de vodka y con abundante carne de cerdo que algunos auguraban, sino «un helado apartamento comunal que apestaba a queroseno y a patatas podridas». Muchos tomaron el camino del exilio; Ajmátova, no. Nacida en Odesa, quiso quedarse habitando en su lengua rusa y en su paisaje monótono e inalterable de llanuras nevadas y bosquecillos de abedules. Permaneció, y su vida fue terrible durante los años de Stalin: a su primer marido, Nikolái Gumiliov, lo fusilaron; su hijo Lev pasó 12 años en los campos de trabajo de Siberia; y su tercer marido, Nikolái Punin, murió de agotamiento en el gulag. Mientras hacía cola frente a la cárcel de las Cruces, en Leningrado, para enviar un paquete con ropa y comida a su hijo, una mujer se le acercó y le susurró: «¿Puede usted contar esto?». «Puedo», contestó Ajmátova, y de aquel dolor floreció ‘Réquiem’, uno de sus poemas más célebres: «No ruego solo por mí,/ ruego por todas aquellas que estuvieron conmigo/ en medio del frío atroz, en aquel julio tórrido,/ bajo el muro rojo y ciego».

Un libro para degustar en sorbos cortos, escuchando tal vez una sonata de Prokófiev interpretada por Richter. A buen seguro que Ajmátova estaría hoy encabezando las manifestaciones contra la guerra. Nunca se doblegó. 

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