Teatro

Crítica de 'Una costilla sobre la mesa: padre', de Angélica Liddell: funeral incestuoso

Angélica Liddell estrena en Madrid la segunda parte de un díptico escénico planteado como una elegía a la muerte de sus padres

Pase gráfico de la obra de teatro 'Una costilla sobre la mesa: Padre', de la directora Angélica Liddell,  en los Teatros del Canal

Pase gráfico de la obra de teatro 'Una costilla sobre la mesa: Padre', de la directora Angélica Liddell, en los Teatros del Canal / EFE/Miguel Oses

Manuel Pérez i Muñoz

Manuel Pérez i Muñoz

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Se apagan las luces y escuchamos la muy andaluza 'Los campanilleros'. Pensamos por un momento que la elegía a la muerte de su padre seguirá la estructura de 'Una costilla sobre la mesa: madre', ritual de folclore fantasmagórico que vimos en Girona en 2019. Pero no, en esta segunda parte del díptico creado tras el fallecimiento de sus progenitores, acontecido en 2018, Angélica Lliddell ha sacado su vertiente más mística y filosófica, se revuelca visceral en las tensiones familiares de la mitología cristiana mientras cita la estética de Hegel y las teorías más retorcidas sobre el masoquismo que propone Deleuze.

Al levantarse el telón, la directora española con más proyección internacional sacude a su fiel público madrileño con uno de sus hiperbólicos monólogos saturados de imágenes heréticas. Frente a ella, tapado con una sábana, el figurado cadáver de su padre que luego se descubre como un niño de cuerpo vivo. La hija desconsolada por la pérdida se transforma en la amorosa madre que nunca llegó a concebir. La autoficción vuelve a ser la base de un conjunto de imágenes perturbadoras que penetran en el subconsciente.

Camino de espinas

Irrumpe un coro de gracias con cuerpos no normativos, y poco después aparece un trajeado Jesucristo que interpreta el director de cine Óliver Laxe. Su relación con las cinco obesas marías da para un largo e iracundo monólogo salteado de fragmentos de Vivaldi. Grita el hijo contra el amor aplastante y castrador de la madre. Afecto, dolor, violencia; el paisaje pintado no es un camino de rosas sino más bien de espinas.

Cuando el espectáculo llega a su parte central, la incomodidad y el asombro ya gobiernan la platea. No hay argumento ni estructura aristotélica en la que cobijarse, solo un embrollado conjunto de digresiones visuales en la incestuosa relación entre Eros y Tánatos. Ante el agigantado cuadro de la Virgen de la Anunciación de Messina, la Liddell hace aparecer a su padre desnudo e inválido, comparten anécdotas que parecen reales mientras retrata con bipolaridad la difícil relación entre enfermo y cuidador, entre la ira sádica que provoca la decrepitud y la abnegación masoquista de quien acompaña hasta la muerte. La escena recuerda una de las mejores obras de Castellucci, 'Sobre el concepto del rostro en el hijo de Dios', pero aquí es el padre quien limpia las heces a la hija. El 'in crescendo' escatológico incluye micción en directo y la ingestión de la tierra que todo lo iguala. Se llega así al cuadro viviente final que sacude todas las metáforas de belleza y horror que nadie como la Liddell sabe combinar.  

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