Crítica de cine

Crítica de 'El callejón de las almas perdidas': abyección, degradación y ambición

Con respecto a la versión clásica de 1947, ni el tema resulta ahora tan potente o chocante, ni el estilo de Del Toro le insufla una dimensión más radical

Bradley Cooper y Cate Blanchett, en un fotograma de 'El callejón de las almas perdidas'

Bradley Cooper y Cate Blanchett, en un fotograma de 'El callejón de las almas perdidas' / Searchlight Pictures

Quim Casas

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La historia de ‘El callejón de las almas perdidas’ resultaba sin duda muy inquietante en 1946, cuando apareció la novela de William Lindsay Gresham, escritor que vertió en este su único libro importante las historias que le había contado un médico del batallón Abraham Lincolm, durante la guerra civil española, sobre una feria ambulante y un individuo degradado física y moralmente hasta convertirse en una de las principales atracciones de la feria.

Un año después, en 1947, fue adaptada al cine, y la inquietud sin duda se desbordó, ya que la película era una producción cara de 20th Century Fox protagonizada por el galán del estudio en los 40, Tyrone Power. Ir a ver a una de las grandes estrellas masculinas del Hollywood de la época y encontrarse con un retrato tan crudo sobre la abyección, la degradación y la supervivencia, debía ser desconcertante.

Que 75 años después esta historia vuelva a la pantalla de la mano de Guillermo del Toro resulta cualquier cosa menos una sorpresa. El director mexicano puede ser más adecuado para este tipo de relato que el artesanal Edmund Goulding que realizó la versión de 1947, pero ni el tema resulta ahora tan potente o chocante, ni el estilo de Del Toro le insufla una dimensión más radical.

Bradley Cooper asume el papel de Power, un vagabundo que, tras su paso por la feria y su contacto con los aspectos más sórdidos de la condición humana, alcanza su momento de éxito realizando espectáculos de mentalismo ante plateas de la clase alta. Ambicioso como es, cruza los límites para hacerse rico. Inicia así su particular camino a la perdición. La primera parte del filme, ambientada en una feria digna de ‘La parada de los monstruos’ de Tod Browing, tiene el encanto de lo subversivo, de lo anómalo, expuesto con indudable franqueza a la vez que respeto. La segunda, desarrollada en clubs elegantes y despachos ‘art deco’, resulta más fría y acomodada.

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