Flamenco

La historia nunca contada del Candela: de Slash a Camarón, todos pasaron por este templo del flamenco

El mejor antro de flamenco cierra sus puertas cuando iba a cumplir 40 años

La hija del fundador ha vendido el local a un inversor

El mejor antro de flamenco cierra sus puertas cuando iba a cumplir 40 años | La hija del fundador ha vendido el local a un inversor

Tomasito, con sus calzoncillos de Epi y Blas, liándola en un concierto en el Candela.

Tomasito, con sus calzoncillos de Epi y Blas, liándola en un concierto en el Candela. / EPE

David López Frías

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Slash, el guitarrista de Guns N' Roses, acabó una noche un concierto en Madrid y le apeteció irse de fiesta. Alguien lo mandó para el Candela, la taberna flamenca más famosa de la ciudad. Allí lo metieron en un reservado, le tocaron, le cantaron, le dieron de beber y le consiguieron a toda prisa una guitarra eléctrica y un amplificador para que él también se arrancase. Salió de allí impresionado y prometió que iba a montar un grupo de fusión heavy y flamenco con aquellos gitanos que le habían acompañado.

En el barrio de Lavapiés (Madrid) está la calle del Calvario. Justo donde acaba Calvario, empieza la calle del Olmo. En realidad es la misma calle, pero ahí cambia de denominación. Su primer edificio es emblemático. No por su arquitectura, sino por el lugar que ha albergado desde 1982. El Candela. El epicentro flamenco madrileño de nuestro tiempo. El templo universal del Nuevo Flamenco. El lugar en el que se descubrió a la última generación importante de cantaores y bailaores de España.

El Candela era el lugar en el que la fiesta nunca acababa. Desde las 10 de la noche hasta que el cuerpo aguantase. Un lugar que quedará en la memoria como tablao flamenco, aunque en principio no lo fue. Era una taberna con una cueva dentro, donde se juntaban los grandes a cantar, a bailar, a grabar, a beber o a ensayar. Por allí se reunían a diario Camarón, Tomatito o Gerardo Núñez. Enrique Morente pasaba las horas jugando al ajedrez con Miguel Aguilera, el dueño y fundador. Y los nuevos flamencos daban forma, entre humo, futbolines y cubatas de JB, a un nuevo género musical que venía para quedarse.

El sitio de la fiesta perpetua. Justo donde acaba el Calvario, empieza el Candela. O empezaba, porque 2022 ha arrancado con la noticia de su cierre definitivo. Miguel Aguilera murió en 2008 en extrañas circunstancias. Y aunque su familia siguió manteniendo el templo abierto 13 años más, el local ya está cerrado y acaba de ser vendido a un inversor, en un contexto de desencuentros familiares.

Ahora, una verja metálica cerrada, unas hojas secas en el suelo y un papel arrugado en la pared con el cartel de las últimas actuaciones de 2020 son los únicos vestigios que quedan del garito más importante de la ‘otra’ movida madrileña. Este año iba a ser su 40 aniversario.

La movida flamenca

Dicen que una noche estaban de fiesta dos leyendas del flamenco clásico: el maestro Juan Talegas, cercano ya a la muerte, con Diego Amador, el abuelo de Raimundo. En mitad del jolgorio, Talegas vio un vaso de whisky en una mesa y exclamó: “¡Esto se acaba! ¿Cómo se puede mezclar el cante con el whisky?”.

La anécdota la cuenta en Expoflamenco el periodista gaditano Alejandro Luque, asiduo al Candela a finales del siglo pasado. Fue íntimo amigo del fundador Miguel Aguilera. Se conocieron casi por casualidad: “Miguel vivía en Madrid, pero una vez al año bajaba al carnaval de Cádiz a desconectar, a modo terapéutico. Me lo presentaron, nos quedamos solos un rato y me dijo que tenía un bar en Madrid, sin especificar más. Yo me imaginé que sería un bar normal y ahí quedó la cosa. Un día subí a Madrid, me invitó a ir al bar y cuando llegué…”.

Cuando llegó sintió el flechazo de inmediato. El Candela no era un bar al uso. Era el espacio flamenco más importante de la ciudad, en el que se bebía, se bailaba, se fumaba, se grababa y se admiraba a las leyendas del flamenco más ortodoxo. Pero también se asistía al nacimiento de un nuevo género. La anécdota de Talegas y el whisky ilustra bien ese cambio. El flamenco de botella de vino en el centro de una mesa se había acabado. Llegaba el flamenco fusión en vaso largo de cubata y con whisky escocés. El Candela abrió en 1982, el año del mundial. En plena transición. España se abría a la fiesta y adoptaba nuevas costumbres en todos los aspectos.

Vente pa Madrid

Madrid llevaba la delantera. El alcalde, Enrique Tierno Galván, fomentaba la fiesta con su célebre “el que no esté colocao, que se coloque y al loro”. Se había popularizado por toda España la ‘movida madrileña’; la de Almodóvar, Alaska y McNamara. En la periferia nacía otra movida, más obrera. La de los punkis de Vallecas y los heavys de Carabanchel; la de Obús y Barón Rojo. Y en el corazón Lavapiés, al final de la calle Calvario, una tercera movida: la flamenca del Candela. De allí salieron los nuevos valores como Ketama, La Barbería del Sur, Ray Heredia o Navajita Plateá.

Madrid se había convertido en el epicentro flamenco del país, antaño en Andalucía. Lo recuerda para EL PERIÓDICO DE ESPAÑA uno de sus protagonistas, el cantante Enrique Heredia ‘El Negri’: “En aquella época no había internet, ni AVE ni vuelos baratos. Lo que hizo todo el mundo fue venirse a Madrid a vivir. Un montón de gitanos y de flamencos de todas partes, de Jerez, de Sevilla… todos vinieron a parar aquí. Y te puedes imaginar las que se montaban en aquel sitio. No volverá a juntarse tanto arte y tanta clase nunca”.

Uno de los grupos que salió de aquella primera hornada fue Ketama. Cantaban aquello de ‘Vente pa Madrid’, que venía a escenificar aquella diáspora flamenca a la capital de España; era donde se encontraban las discográficas grandes y una agenda de bolos mucho más estable y rentable que en cualquier otro lugar.

Además estaba el aliciente del Candela. Situado en la zona del Rastro, la más flamenca de la capital, enseguida se convirtió en la referencia de aquellos flamencos madrileños o emigrados: “Imagínate, allí se juntaban a cantar y cantar Camarón, [Enrique] Morente, Paco de Lucía, Tomatito... Es imposible imaginar más talento juntos. Pero además aquello era todos los días. Entrabas a las 6 de la tarde a ensayar y salías a las 10 de la mañana del día siguiente con la fiesta en todo lo alto y buscando un after”, rememora a esta diario Pepe Luís Carmona ‘El Habichuela’, otro de los habituales.

“Los flamencos de la época nos íbamos al Yesterday, que era un sitio muy pequeño en la Plaza Santa Ana, pero no funcionó. El Candela era entonces una peña flamenca llamada Chaquetón. Los amigos, que éramos muy golfos, liamos a Miguel para que quitase la peña y montase otro formato; una taberna, donde poder beber y pasárselo bien”, remata el guitarrista Alejandro Carbonell ‘El Bola’, íntimo del fundador y pieza importante en la historia del lugar.

No era un tablao

El éxito inmediato del Candela no se entiende sin la figura de Miguel Aguilera (Madrid, 1959), conocido como Miguelito Candela. Un carismático electricista de raíces granadinas que decidió montar “algo flamenco” pero diferenciado de los tablaos clásicos: “De hecho, el Candela no tenía tablao. Eso vino mucho después. La idea de hacer conciertos, con público escuchando, una agenda… eso no entraba en los planes de Miguel. Él lo que hizo fue una taberna flamenca, que es otra cosa. Un sitio en el que la gente no se sentase a escuchar música sino a pasárselo bien y participar del ambiente”, apunta Alejandro Luque.

“Alguna vez me enseñó una imagen de aquellos primeros tiempos, con las paredes del local desnudas y repelladas, y Miguel y su madre, Gloria, preparando bocadillos para la parroquia. Lavapiés era entonces barrio de currantes y Miguel conocía a su clientela porque era uno de ellos. Era experto en instalaciones eléctricas, y también había pisado la cárcel franquista en su juventud por haber abrazado la lucha obrera”, apunta el periodista.

A Miguel lo recuerda como “uno de esos obreros ilustrados, un pozo de sabiduría. Un tipo que, como Morente, no había ido a la universidad, pero tenía una vastísima cultura a todos los niveles, de forma totalmente autodidacta. Tenía una biblioteca enorme. Morente era un habitual de allí, su amigo del alma, y se pasaban las horas jugando al ajedrez. Miguel era una persona muy divertida, pero también sabía ponerse firme cuando la ocasión lo requería. Porque regentar un local de esas características no era fácil. El barrio no era fácil, ha cambiado mucho”.

Refrenda esa versión ‘El Bola’: “El Candela era una universidad, porque allí todos aprendíamos. Y Miguel era un fenómeno. ¿Cómo era en corto? Pues una mezcla de bondad y de ‘malafollá’ granadina; un sentido del humor muy irónico y agridulce... y un pronto fuerte. El tío se enfrentaba a leones. Cuando tenía que plantarse contra alguien, con lo pequeñito que era, tenía más cojones que ninguno”. De hecho, célebre era la frase de Miguel que decía que "el dinero y los cojones, para las ocasiones".

La cueva

La magia del Candela también residía en sus escondrijos. Recuerda Luque: “Cuando yo llegaba a Madrid, me iba directamente con las maletas al Candela”. No había problema. Contaba el local con alguna sala pequeña que a veces servía de trastero y otras de reservado. Donde un día dejaste tu equipaje, al otro podías ver a Paco de Lucía (que sólo iba los viernes porque él salía poco) tocando con un par de amigos en la intimidad.

Pero el mayor de los escondites era ‘la cueva’. Una especie de sótano al que se accedía solamente por invitación del propio Aguilera. Un espacio subterráneo al que se entraba tras bajar unas escaleras: “No llevaba a todo el mundo, porque no todo el mundo sabía comportarse. Y porque el espacio era limitado. Pero a poco que fueses de confianza, más tarde o más temprano Miguel te invitaba a que bajases. Y era ahí donde los artistas estaban más tranquilos, apartados del resto de la fiesta, y se arrancaban y hacían magia. Porque lo que se hacía allí era magia. Un ambiente de libertad que yo no lo he vuelto a ver en ningún sitio. Era la tormenta perfecta” concluye el periodista.

Ese espacio era sagrado y ‘El Bola’ lo recuerda: “En la cueva no entraba cualquiera, eh. Y el que entraba, si daba una palma a destiempo se le echaba. Que anda que no hemos que tenido que montar trampas para quitarnos a los pesaos de encima. Como la noche que fingimos que acabábamos de tocar y nos íbamos. Cuando el público se largaba, nos metimos por la puerta de atrás para seguir la fiesta hasta las 10 de la mañana”.

Otro de los puntales del Candela era Octavio Aguilera, hermano del fundador. Ha sido cliente, camarero, programador de conciertos y se quedó como sucesor de Miguel al frente del local cuando él falleció en 2008. "Yo intenté seguir su legado de alguna manera, pero sin intentar imitarlo, porque fue una figura muy carismática e insustituible".

Declive y muerte

El local también atravesó malos tiempos. Los sucesivos gobiernos de Madrid no fueron tan laxos con el ocio como el de Tierno Galván. Una época dura fue la de Álvarez del Manzano, que coincidió con uno de los episodios más infames de la historia de la taberna: una sonada redada antidrogas en el Candela. Lo contaba así Miguel Mora en El País con motivo del fallecimiento del fundador:

“Quizá el momento más duro de la historia del bar fue en el año 2000. Sonaba una soleá de Camarón cuando 30 agentes, entre ellos antidisturbios y efectivos de paisano, irrumpieron a las 2.45 en el bar, desalojaron y cachearon a unos 120 clientes. Entre palmas de tangos y chuflas, allí estaban el dúo jerezano Navajita Plateá, el guitarrista Tomatito, una decena de miembros del ballet de Sara Baras y la cantaora La Tobala. La redada terminó sin que aparecieran armas blancas o drogas, salvo una pequeña china de hachís que portaba un minusválido”.

En realidad, la redada tuvo lugar en 1998. Y el momento más duro del Candela fue sin duda la muerte de Miguel. El 7 de marzo de 2008 se precipitó desde un edificio de la calle del Olivar, justo la calle que separa al Calvario del Candela. Las circunstancias nunca estuvieron claras. Se habló de suicidio, pero su hermano lo niega: “Mi hermano se subía de madrugada al tejado, ese día dio un traspiés, reculó, reculó… y se cayó. Las historias que dicen que se suicidó son falsas. Mi hermano nunca se hubiera suicidado. Era feliz, tenía dinero, estaba feliz de tener a su hija y tenía el apoyo de su familia. Toda la familia lo sabemos. tenía la costumbre de subir a la azotea para fumar y se despeñó. El resto son bulos, no hay más historia".

El fin del Candela

El Candela siguió abierto, regentado precisamente por Octavio. Con el tiempo cambió la fisonomía y la generación que lo frecuentaba. Se instaló finalmente un tablao y se programó un circuito de conciertos. Estuvo funcionando hasta que el coronavirus echó el cierre forzoso. Esa es la última publicación del Candela en sus redes sociales, dando las gracias a la clientela y advirtiendo que el local permanecería cerrado… mientras durase la pandemia. Nadie imaginaba el último giro de guion.

Lo cuenta a este diario Nico Vasyutyak, un ucraniano de Lviv que llegó a Madrid hace 22 años, entró como portero en el Candela sin saber siquiera español y acabó de encargado. Todo ese tiempo ha estado trabajando en la taberna y se acaba de enterar del cierre: “Fuimos un día a abrir y vimos que habían cambiado la cerradura. Luego nos llegó una notificación. Resulta que Gloria, la hija de Miguel, ya ha cumplido 16 años. Vive en Holanda con su madre. Ellas no acabaron bien con la familia de Miguel. Ahora la niña ya tiene poderes y ha decidido vender el Candela. Nos hemos ido todos a la calle”.

Octavio, hermano de Miguel, desarrolla la historia: “Se ha dicho que el Candela cierra por la pandemia y es mentira. Cierra por un tema de herencia. La madre de la niña se la llevó a Países Bajos. Ahora, con 16 años, han pedido una emancipación civil. Esto es, que puede adelantar dos años su mayoría de edad para poder gestionar su herencia y su patrimonio. Es la madre la que ha perpetrado todo esto y está utilizando a la hija. Y lo que ha hecho es venderlo”. No sabe cuál será el futuro del Candela. “Buena pregunta; yo he preguntado a qué fondo se le ha vendido o que nos den más información y sus abogados solamente nos dicen que se ha vendido. No nos dan información y ahora estamos toda la plantilla, de la que yo formaba parte, en la calle”.

Octavio concluye: "Los finales vienen a veces determinados por una decisión testamentaria, por un acto jurídico que escapa al conocimiento público. No hay juzgado posible al que acudir, yo lo he intentado pero no hay nada que hacer. La menor se emancipa y lo que para tantos y tantos genios y aficionados rasos del flamenco ha sido una cripta y un cenáculo, se pierde y acaba vendido. En manos de unos desconocidos ajenos a la familia", lamenta. Y se resigna, recuperando para este trance unas palabras de Miguel: "Mi hermano decía que "Nada es eterno señores, háganse a la idea... que tenemos que cerrar". De modo premonitorio, sus palabras se han cumplido. Ni siquiera el Candela en su grandeza ha podido ser eterno como él vaticinó. Nada ha podido impedirlo".

El Candela cierra y ni siquiera Octavio lo ha podido evitar. No se sabe si sus nuevos compradores lo reabrirán como tablao, pondrán un restaurante o un bazar. Todavía hay mucha memoria material dentro, muchos recuerdos. Pero ni sus ya extrabajadores, ni el propio hermano de Miguel, pueden acceder al interior. El comprador ha cambiado la cerradura. Historia de España que se acaba para siempre de un plumazo por una cuestión de herencias. Se acabó el Candela; ya no hay más fiesta cuando acaba el Calvario.