Crítica de teatro

Crítica de ‘Aucune idée’: sinfonía teatral para actor y músico

Christoph Marthaler vuelve al festival Temporada Alta con un espectáculo íntimo ideado para el lucimiento de su actor fetiche Graham F. Valentine

Aucune idée

Aucune idée / Julie Masson

Manuel Pérez i Muñoz

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Después de casi una hora de espectáculo, el actor Graham F. Valentine –estimulante presencia y temple– arranca un radiador de la pared y, acto seguido, lo utiliza como atril para sostener un enorme libro de instrucciones. Lo abre y se arranca a leer con elegancia y ritmo las casi mil palabras y sonidos entrelazados del poema dadaísta ‘Ribble Bobble Pimlico’, de Kurt Schwitters. Es la enésima pirueta formal, un clímax que encandila a los cómplices pero que puede llegar a desesperar a los despistados que hayan comprado su entrada por descuido o desinformación.

Humor y música

Aunque pueda parecer lo contrario, el teatro del director suizo Christoph Marthaler no es hermético ni pretende ser pedante, a pesar de su abanico de referencias. Palabra y música se vuelven imagen, y los actores son instrumentos para conseguir el impacto. En su retorno al festival Temporada Alta opta por un formato íntimo para dos intérpretes, casi un traje a medida para su actor fetiche, Valentine, quien comparte escenario con el músico de violoncelo y viola da gamba Martín Zeller. Este arranca el espectáculo tocando el acorde de Tristán de Wagner, esa disonancia que tiembla como un enigma por cerrar. 

Así son los personajes, un misterio que deambula entre ‘sketches’ cortos que no pretenden llegar a nada ni explicarnos una historia. Tan solo producen impactos que van tejiendo sensaciones, un poso por acumulación. Los diálogos absurdos parecen escritos por Ionesco, incluso algunos por Gila, como cuando un ladrón pregunta a su vecino, en pomposo francés, si puede entrar a su casa a robar. Otros fragmentos remiten al experimentalismo de George Perec y los escritores de la órbita del grupo OuLiPo. El humor casi siempre es la base, Marthaler no concibe su teatro sin él, aunque también hay muchos momentos para la música (entre otros, de Bach, Schubert y el más melódico Léo Ferré) y la circunspección: “¡qué belleza!” repite melancólico Valentine, que canta e interpreta con un magnetismo que es la esencia de la obra. 

Todo pasa en el rellano de un edificio, lleno de puertas como en un vodevil, sacudido constantemente por el extrañamiento de lo cotidiano. Los personajes están atrapados en rutinas circulares, su único contacto con el mundo exterior es un buzón que escupe todo tipo de papeles. Interactúan entre ellos a través de formalismos burgueses y sus peinados, sus trajes, nos remiten a una época pretérita. Como si el tiempo de la obra se hubiera congelado en un instante, un misterio que flota y ni siquiera Marthaler sabe explicar, ni idea. 

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