HOTEL CADOGAN
Pollo asado y vino Tokay en el castillo de Drácula
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Nos encontrábamos la otra tarde preparando el menú de la cena para nuestros distinguidos comensales —un muy británico ‘fish pie’ con sobras de merluza y bacalao—, sentados en torno a la mesa de la cocina, frente a un buen montón de patatas por pelar, cuando a uno de los pinches, de ascendencia irlandesa, le dio por recordar las fatigas que habían pasado sus ancestros durante la hambruna de la patata. ¡Ah, qué época tan terrible! Los ‘hungry forties’, los famélicos años 40 del siglo XIX, cuando una crisis comercial de órdago se conjuró con un hongo maldito que arruinó la cosecha de patata de todo el continente. En la verde Irlanda, tan dependiente su dieta del tubérculo, el descalabro se prolongó durante años por una suma de mala fortuna, negligencia y el absentismo terrateniente. ¡Un millón de muertos! El zarpazo aún palpita en la memoria colectiva.
Así fue cómo, monda que te mondarás, la conversación derivó hacia lo pésimamente que se come en la literatura de esos años. ¡Fatal! En ‘Norte y sur’, de Elizabeth Gaskell, los pobres obreros de los telares se llenan el buche (y los pulmones) con la pelusilla que suelta el algodón cardado. En ‘Cumbres borrascosas’ (Emily Brontë) los protagonistas transitan por la anorexia hacia el más allá. Por no hablar de las infames gachas de avena que se sirven tanto en el orfanato de ‘Jane Eyre’ (Charlotte Brontë) como en el asilo para pobres de ‘Oliver Twist’ (Dickens). ¡Puaj! Salvo excepciones navideñas, se pasa bastante gazuza en la novela victoriana.
Como aquí somos de gustos sencillos pero muy refinados, convinimos en que una de nuestras cenas literarias favoritas es la que le ofrece el conde Drácula al agente inmobiliario Jonathan Harker cuando recala en el castillo transilvano, un refrigerio tardío consistente en un excelente pollo asado, algo de queso, ensalada y un par de vasos de tokay, un vino blanco húngaro, con aromas de té verde, acacias y limas en flor. Insuperables las escenas de la llegada a la morada de Drácula, en las que el lector empieza a familiarizarse con el abecé vampirológico: 1) los vampiros son transparentes, 2) no cenan, 3) les crece vello en el centro de las palmas y lucen manicura al estilo Rosalía. Por lo demás, tanto nos subyugan las palabras con que el conde recibe al visitante que las hemos adoptado para dar la bienvenida a los huéspedes del Cadogan: «¡Entren libremente! ¡Váyanse sin novedad y dejen algo aquí de la felicidad que traen!».
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