El libro de la semana
Crítica de 'Historia de Shuggie Bain': dejará de llover
La espléndida novela de Douglas Stuart, ganadora del Booker, carga contra la política social de los 80 en Gran Bretaña
Sergi Sánchez
Crítico literario
Periodista cultural, colaborador de medios como 'Fotogramas', 'Rockdelux', 'Caimán Cuadernos de Cine' y 'La Razón'. Profesor de la Facultat de Comunicació Audiovisual de la Universitat Pompeu Fabra y jefe de departamento de Estudios Fílmicos en ESCAC.
Cuesta cruzar el pasillo empapelado, con un denso olor a humedad, que nos conduce a esta espléndida novela. Huele a alcohol y a tristeza, y todo en ella está grasiento, tanto el carmín como el ‘fish & chips”. Es ese realismo social tan británico que Irvine Welsh heredó del nihilismo del ‘punk’ y de los jóvenes airados del teatro de fregadero (John Osborne, Joe Orton). Son las desgarradoras fotografías de Richard Bilmington -ceniceros a rebosar, sofás raídos, un hombre desdentado apurando una botella de whisky barato- que cristalizaron en una película que podría haber escrito Douglas Stuart, 'Ray & Liz'. El mundo que retrata 'Historia de Shuggie Bain' es sucio y sombrío y, sin embargo, es una novela sobre el amor, el cuidado, el sacrificio. Hay violaciones, incendios, abusos, adicciones y homofobia, pero lo más admirable es que el tremendismo de los hechos que cuenta “Historia de Shuggie Bain” nunca resulta grotesco ni efectista.
Detrás de este debut, galardonado con el premio Booker en 2020, está un relato intensamente autobiográfico, que no solo se centra en Shuggie Bain, ese chico de dieciséis años que trabaja en un supermercado, duerme en un cuchitril y sabe que es gay desde su infancia, sino también en su madre, Agnes, alcohólica que dice parecerse a Elizabeth Taylor, casada con un taxista sórdido e infiel, con tres hijos que sueñan con marcharse para siempre o quedarse hasta cuando los huesos aguanten, como si protegieran a un fantasma. La novela cuenta cómo Bain ha llegado a independizarse tan joven, y está situada en Glasgow, una década antes que 'Trainspotting', pero Stuart, que se ha pasado diez años trabajando en el texto, no admite los sarcasmos ni fatalismos generacionales. Su prosa parece interesada únicamente en crear una historia sólida para cada personaje, por muy secundario que sea, que trascienda el ambiente que le ha visto nacer y que a la vez lo represente de un modo singular.
El desguace de la Thatcher
El ambiente del Glasgow de principios de los ochenta, cuando el thatcherismo desmantelaba industrias y minerías dejando a los obreros con lo puesto, sin otro futuro más dulce que el de la heroína y el alcohol, se impone con fuerza sobre los personajes, que parecen vivir sometidos al repiqueteo de una lluvia constante que disimula sus lágrimas. En verdad, nadie llora demasiado: en la prosa de Stuart siempre brilla una esperanza secreta, que es la del calor del amor paliativo de una relación materno-filial que pasa por la dependencia mutua, por las reuniones de Alcohólicos Anónimos, por las recaídas, por el acoso escolar y por esa resistencia de soldado raso que vuelve de una guerra (cotidiana: la casa, la calle, la escuela, los bares) dispuesto a emanciparse de una existencia tóxica. La novela cambia de punto de vista -ahora con Shaggie, ahora con Agnes- con tantamaestría que parece narrada en plano/contraplano, pero sin que se noten los cortes de montaje. Es decir, el horror de estas dos vidas se confunde constantemente, tal vez porque Stuart quiere sugerir que el relato es fruto de un mismo destino. Por suerte, la ficción acaba por romper ese determinismo, y encuentra una salida. El futuro puede ser incierto, pero ya no lloverá.
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