Crítica de teatro

'Liebestod': la Liddell a primera sangre

La creadora española más internacional lleva al ruedo del Lliure su epopeya torera vestida de sacrificio ritual

Angélica Liddell, en un momento de la representación de 'Liebestod'

Angélica Liddell, en un momento de la representación de 'Liebestod' / Christophe Raynaud de Lage

Manuel Pérez i Muñoz

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Hubo un tiempo, que parece lejano, en que la hoy idolatrada Angélica Liddell cargaba contra la injusticia social (‘Mi relación con la comida’, 2005), o contra los asesinatos machistas de México (‘La casa de la fuerza’, 2009). Ahora su teatro vive más de puertas para adentro, introspección y elucubraciones. Después de las expresivas elegías a la muerte de sus padres, su nuevo espectáculo vuelve al juego de la provocación que ya vimos el año pasado en 'The Scarlet Letter', también para el Grec.

Recién estrenado en Aviñón, ‘Liebestod’ remite a “la muerte de amor” wagneriana, y se acompaña del tremendista subtítulo ‘El olor a sangre no se me quita de los ojos Juan Belmonte’. Que nadie espere un biopic del matador. Los referentes combinados se estiran como chicles hasta formar esa masa compacta y por momentos impenetrable que es el teatro liddeliano, más diáfano en un segundo visionado. 

Tras elevar el toreo a la categoría de ejercicio espiritual, la directora y oficiante principal se practica cortes en piernas y brazos, expone otra vez su sangre mientras de fondo suenan Las Grecas. Enlutado simbolismo cristiano y música sacra aportan un aire de misa, el sacrificio de la artista frente a su público. En la siguiente escena aparece un toro, augurio de la muerte, Tristán frente a Isolda. Pero el animal petrificado no la embiste a pesar de las provocaciones.

Interminable monólogo

El ritual sigue con un harakiri transfigurado en interminable monólogo. La tercera persona confesional sirve para despotricar contra “un mundo que llega a su fin”. Desprecia la mediocridad de sus seguidores, a los actores, denuesta la educación laica e incluso “la diarrea de lo sostenible”, y que no falte una buena dosis de misoginia, que da titulares. Se acusa de hartar al público con su putrefacción mientras se jacta de buscar el hastío en el que “nace el horror”. 

Su malditismo se apoya en Genet, Rimbaud, Artaud... ese martirologio desnudo de moral que le sirve de capote, aunque no lo necesite. Su dominio de la escena es incuestionable, con una presencia casi hipnótica entre la sacerdotisa y la bufona. No falta alguna pincelada de genialidad en el plano plástico, como cuando trasforma el ruedo ocre en un homenaje al pintor Bacon, vacuno descuartizado mediante. Y es que aunque hoy se regodee en sus abruptos reaccionarios, nadie iguala en intensidad a la Liddell. 

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