El libro de la semana
Crítica de ‘Los ojos cerrados’: guerra, culpa y perdón
Edurne Portela entrelaza los estragos persistentes de la Guerra Civil y los villorrios de la España vaciada en un producto mestizo entre la novela de la memoria y el nuevo ruralismo
Domingo Ródenas de Moya
He aquí un producto mestizo de novela de la memoria y nuevo ruralismo en el que los estragos persistentes de la Guerra Civil y los villorrios de la España vaciada se entrelazan. Edurne Portela combina en 'Los ojos cerrados' elementos de cada uno de esos modelos: el descubrimiento por parte de los hijos o nietos del pasado traumático de sus padres o abuelos, víctimas unos y victimarios otros; el retiro a una aldea de la sierra (Pueblo Chico) de unos urbanitas que, gracias al telebrabajo, huyen de la ciudad y topan con un mundo primario y a menudo hostil. Con estos mimbres se arma una historia esquemática, saturada de violencia, en la que Pedro es la presencia constante, desde su infancia brutalizada en la guerra hasta su presente de anciano taciturno e inválido, depositario de la memoria astillada del lugar.
Pedro es el portador del pasado inconfesable, el de las atrocidades que presenció, el de la orfandad inconsolable que padeció, el del odio inmisericorde que practicó. En el otro extremo temporal, Ariadna pertenece a la actualidad. Ha llegado al pueblo junto a Eloy, son una pareja en crisis que se dan un año de prueba, aunque las razones que tiene Ariadna para ese retiro se irán revelando poco a poco hasta tender un pasadizo entre ella y el viejo Pedro. Es tarea del lector descubrir paulatinamente esos lazos secretos, los nudos que mantienen unidos los hilos del tapiz en su reverso. Para que eso sea posible, la autora ha fragmentado el relato y los episodios que lo conforman, yendo adelante y atrás, alternando tiempos y personajes, de modo que el desvelamiento de lo ocurrido cuando Pedro era un niño sea paulatino y vaya iluminando la cara oculta de la historia (y de la Historia). La argamasa de esos fragmentos narrativos la proporcionan los monólogos un tanto alucinados de Pedro, que jalonan toda la novela y que nos introducen en la mente trastornada del niño, del adulto y del anciano, en aquello que tiene lugar «con los ojos cerrados».
Crueldades de la guerra
Para exponer al lector a la espantosa crudeza de los hechos, la autora no escatima una truculencia descriptiva que refleja las crueldades de la guerra y las proyecta en nuestra sensibilidad, y lo hace sin maniqueísmo ni sesgo ideológico. La barbarie es siempre destructiva y nada puede construirse sobre sus escombros de sangre y espanto: Pedro es una metáfora encarnada de ello. Entre tanto horror brillan a veces la piedad y la ternura, pero prevalece la desesperanza, representada en el destino tristísimo de Adela.
Recorre toda la novela una procesión de seres desvalidos, castigados por el cainismo y la pobreza, pero sobre todo por la culpa. Porque la cuestión de fondo es esa: la culpa y el perdón, no en la forma previsible de una culpa que pervive y es absuelta por el perdón de las víctimas, sino en la más inquietante de una culpa que no existe y que, por lo tanto, hace que el perdón opere en el vacío, como una gracia que no se solicita ni tiene a quién ofrecerse.
Dramatismo sordo y duradero
Con esta novela áspera, Edurne Portela aborda el problema de una memoria colectiva de difícil gestión, en la que la violencia no es monopolio de una facción o de un grupo, en la que la injusticia, en grados diversos, parece haberse cebado en todos: repárese en el personaje consumido de Teresa encerrado en el triángulo que forman Pedro y sus hijos José y Federico. Dramatismo sin alaridos, sordo y duradero, cuya desaparición parece asociada a la extinción física de quienes lo provocaron y sufrieron.
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