EL LIBRO DE LA SEMANA

Crítica de 'Autorretrato con piano ruso': donde acaban los otros

A través del dibujo de un viejo concertista de piano, el autor alemán Wolf Wondratschek conduce al lector hacia las verdades profundas

Wolf Wondratschek

Wolf Wondratschek / Bernd Heinz / Age Fotostock

Domingo Ródenas de Moya

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Atención a esta obra del alemán Wolf Wondratschek, no es un libro común. A sus casi ochenta años, Wondratschek apenas ha sido traducido entre nosotros, algo muy de lamentar a la vista de esta novela infrecuente, que ilustra un modo de entender la escritura como una aventura de radicalidades, la del cómo decir venciendo los esquemas prefijados y la del hasta dónde ahondar en el enigma del devenir irrestañable de la existencia. Que nadie crea que esta combinación de inconformismo formal y afán de perforación moral (o existencial) produce una novela ilegible o pedantesca. Todo lo contrario: no decae el interés por la conversación intermitente que el narrador (un trasunto del autor) mantiene con un viejo pianista ruso en una pizzería de Viena, desde la que este va lanzando preguntas, reflexiones y anécdotas que lo mismo despabilan al lector que lo desasosiegan.

El pianista, que se llama Suvorin, se exilió de la Unión Soviética y vive en el olvido y casi la indigencia, recorre el mapa de sus recuerdos con la única brújula del azar de la memoria. Desde la infancia en Leningrado o el descubrimiento de la música a su difunta y adorada esposa. Desde los años de plomo en que el Comité Central de Repertorios dictaba la música que podía interpretarse hasta sus años de concertista internacional. Del narrador, anónimo y velado, apenas sabemos nada, aunque es él quien, después de transcurridos muchos años, decide poner por escrito aquellas conversaciones y ordenarlas en 19 capítulos titulados todos con una pregunta, salvo el 13 (tributo a la superstición rusa). El autorretrato que nos presenta es, así, el de un músico provecto, de inteligencia relampagueante y opiniones rotundas que pueden extrapolarse a cualquier actividad creativa, pero también es el autorretrato de su interlocutor innominado que descubre en las palabras de Suvorin su propio reflejo y gracias a las cuales se pinta a sí mismo.

Insensibilidad de los aplausos

En este sentido, la idea de Suvorin de que la lectura no es un evento social sino inalienablemente individual la hace suya el narrador (que se asemeja mucho al autor). Igualmente, el odio a los aplausos al final de un concierto (¿cómo puede tolerarse ese estruendo después de la armonía sonora?), en los que Suvorin ve la insensibilidad e ignorancia del público, cabe transferirlo al disgusto del autor ante la recepción acrítica de su obra. Y otro tanto puede ocurrir cuando afirma que en ningún sitio hay tantos tontos como entre los amantes de la música. Incluso en la convicción del pianista de que ante una encrucijada su única certeza es que tomará el camino equivocado se manifiesta la idea de que la perfección en el arte es inabordable a través de la mera voluntad. Aunque la perfección adquiere formas imprevisibles, como los silencios del Schubert o como la misteriosa capacidad de Bach para combatir la desesperación o, por supuesto, como Glenn Gould, rebelándose ante la creencia de que lo perfecto es lo perfectamente repetido.

La novela imita la estructura de los pensamientos de Suvorin, hechos de pedazos y jirones, de saltos y espasmos luminosos, y proporciona una experiencia de intensa inmersión en las aguas oscuras donde se intuyen las verdades irreductibles. Como la ley implacable del olvido que seremos o la de que los otros acaban en el límite de nosotros mismos.