Crítica de teatro

'Carrer Robadors', una apertura del Grec tan vistosa como extensa

La adaptación de Julio Manrique de la novela de Mathias Énard triunfa en la inauguración gracias a un montaje de gran fuerza visual y un esforzado elenco, con el omnipresente Guillem Balart

carrer robadors

carrer robadors / Jordi Otix

José Carlos Sorribes

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Atrás quedan los años en los que parecía que el espectáculo inaugural del Grec casi era una reválida general de que lo que iba a resultar el festival. Quizá haya que remontarse al 2008 con la excéntrica ‘Història d’un soldat’ para recordar el último espectáculo que provocó un rechazo bastante general. Hoy, la apertura se ha convertido sencillamente en la primera cita, en el esperado encuentro del mundillo escénico en un lugar tan especial como el Teatre Grec. Esta edición, además, suponía el gozoso reencuentro tras la edición de urgencia del 2020 que obligaba, por la pandemia, a salir del espacio casi a la carrera. 

Volver a apostar por el nombre de Julio Manrique, solo dos años después de su aplaudida 'Jerusalem', era jugar sobre seguro en la inauguración. Goza el hoy más director que actor del plácet del público, por méritos incuestionables, con sus vistosas y virtuosas puestas en escena. El cerrado aplauso que despidió la noche del domingo en el anfiteatro a ‘Carrer Robadors’, la adaptación escénica de la novela del francés Mathias Énard -residente en Barcelona y presente en el estreno- avaló la decisión del director del Grec, Cesc Casadesús.

El aplauso premiaba un montaje de gran fuerza visual y desarrollo algo más irregular. La novela de Énard se revela ideal para un Grec hermanado con África. Narra la odisea de un joven marroquí de Tánger con final en Barcelona, en esa calle de Robadors del Raval del título. Es todo un viaje, enorme, oceánico y de sobresalto en sobresalto, el que hace el protagonista como exponente de esos migrantes que se dejan la vida, demasiadas veces de forma literal, por llegar a suelo europeo en busca de futuro.

Adaptación caudalosa y prolija

El problema de ‘Carrer Robadors’ nace de la propia ambición de la novela. Es la fotografía panorámica de una época convulsa que se inicia con la crisis del 2008, sigue con las primaveras árabes y continúa con los indignados del 15-M y los recortes, sin obviar el brote del terrorismo integrista. Todo eso, y más, se narra en un montaje que arranca con brío, pero que ya pierde fuelle con las últimas vivencias del joven en Tánger cuando conoce a Judit, la joven catalana de la que se enamora. La pieza podía haber tenido una adaptación menos caudalosa con situaciones y personajes que quizá debían haberse recortado (por ejemplo, parte de lo sucedido en Algeciras pese a su dramatismo)para ganar brío escénico y resultar algo menos prolija.

La obra tiene uno de sus puntos fuertes en la eficacia de cuidadas proyecciones en la amplia escenografía que, esta vez, nos tapa el fondo rocoso de la montaña. Le dan esa vistosidad, junto a una música cuidada (otro sello de identidad del director), que requiere un montaje con tantas localizaciones. Por esa escenografía de Alejandro Andújar se mueven, y corren más de una vez (y no solo por los cambios escenográficos), los ocho intérpretes (más una perra) entre los que el omnipresente Guillem Balart se vacía como Lakhdar, el protagonista. De los ocho integrantes de un esforzado elenco, dos son catalanes con raíces marroquís (Moha Amazian y Ayoub El Hilali), otro nació en Marrakech (Mohamed El Bouhali) y un cuarto en Ceuta (Abdelatif Hwidarzay). Resultaba casi inevitable para una obra como esta y es, a la vez, un paso hacia un teatro que sea espejo del mundo en que vivimos.