Entrevista

Maika Makovski: "Si me aburriera, dejaría de hacer música"

La cantante publica ‘MK MK’, un álbum donde eleva el tono rockero respecto al introspectivo ‘Chinook wind’ (2016), y que ha grabado en Tucson, Arizona, con Craig Schumacher, habitual de Calexico. Instalada de nuevo en su Mallorca natal, “esperando a ver qué pasa”, Makovski planea presentar el disco en Barcelona en otoño, si bien van goteando algunas citas en festivales de verano, como el Talarn Music Experience, en el Pallars (9 de julio).

Maika Makovski

Maika Makovski / Noemí Elías Bascuñana

Jordi Bianciotto

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Antes de la pandemia nos anunció que preparaba dos discos, uno “diurno y solar”, y otro “más oscuro y desnudo”. Este debe de ser el diurno y solar.

Así es. El nocturno está hecho a medias. Falta darle una vuelta.

Después de ‘Chinook wind’ (2016), este es un álbum más rock y más de banda.

Me hacía falta anímicamente. Me pasé mucho tiempo componiendo la banda sonora de ‘Quien a hierro mata’, un trabajo muy solitario, en Madrid, sin el grupo de amigos de Barcelona, echaba de menos la sensación de compañía. El sonido que yo tengo está relacionado con la experiencia comunitaria y ese el eje de las canciones, que hablan de soledad, pero de una manera circunstancial, con vitalidad. El disco es una muleta. No refleja un momento, sino que me ha ayudado a salir de él.  

Ha grabado en Tucson, y esta vez no ha contado con John Parish sino con otros profesionales también muy experimentados, en particular Craig Schumacher, productor de Calexico. ¿Cómo fue?

Pues a John lo he echado de menos, porque con él, cuando terminas un disco, raramente hay que hacerle nada más, mientras que este álbum ha sido mucho más caótico. No conocía a Craig; me lo recomendó Jairo (Zavala), de Depedro. Se suponía que él lo iba a producir, pero llego un momento en que me dijo que ya lo estaba haciendo yo y que era feliz si en el disco lo acreditaba como ‘arquitecto sónico’. Quizá no éramos del mismo mundo. No es fácil encontrar un productor que no sea muy de género, que entienda todos los prismas en los que tú te mueves. Al final grabamos dos temas en Garate Studios (Andoain, Guipúzcoa) con Kaki Arakarzo, que remezcló todo el disco porque no me había quedado contenta.

¿Problemas de egos, de ver quién mandaba?

Yo no tengo problemas de egos y no me importa compartir la producción, pero sí que tengo un compromiso con el sonido y con el tono, y si no se está consiguiendo en la grabación, pues tomo yo las riendas. Tanto Craig como Chris (Schultz) trabajan con el género Americana y yo soy un poco bastarda en eso, y no me gusta que las cosas suenen demasiado a manual. Tengo unos códigos que me he forjado sola, y entiendo que es normal que alguien que no te conoce bien no los comparta.

¿Algún ejemplo de desencuentro?

‘Love you til I die’, una canción de dos acordes, que lo que puede tener de interesante es la interpretación, la letra y la dinámica le des. La hicimos con un ‘crescendo’ muy evidente y un ‘riff’ que se repetía, un poco falto de imaginación. Aunque es normal: ¿cómo haces que una canción de dos acordes aguante casi cuatro minutos?

Le gusta ese tipo de canción, con poco juego armónico, y con grano y profundidad. ¿Influencia del blues?

Con John Parish hicimos incluso canciones tonales, sin ningún cambio de acorde, y eso me gusta, porque la armonía a veces embellece, pero despista de algo que es más poderoso si es crudo. El blues me ha influido, sí, y el proto-punk, más que el punk, y el folk primitivo americano e irlandés. Músicas muy repetitivas, pero con un candor y una hipnosis que tienen mucho poder, más que una canción en la que no tienes que imaginar nada.

Howe Gelb, de Giant Sand, toca el piano en una canción y canta en otra. ¿Se entendió más con él?

Con Howe no hubo ni que hablar. Ahí me encontré más en casa, porque el camino que él ha hecho, sonando a él, salvando las distancias, es también el mío. Cuando yo tenía 19 años lo teloneé en el festival Waiting for Waits, en Mallorca. Hice un concierto horrible, y él me acompañó al piano en una canción de Waits cuando yo entonces no sabía ni usar el afinador. Lo pasé fatal y luego, en el ‘backstage’, aterrorizada, le pregunté, con lo tímida que yo era, si le podía dar un abrazo. Me miró extrañado y me lo dio, claro. Tantos años después, casi lo más bonito de esta grabación es que nos hemos hecho muy amigos.

¿Qué ha quedado de las exploraciones de sus ancestros macedonios, en el espectáculo ‘CarMenKa’ o en el tema ‘Makedonija’?

La música macedonia me sigue interesando, pero lo pasé muy mal aquella semana en Barcelona, la del 1 de octubre de 2017. Los músicos macedonios eran muy buenos, pero un poquito cerrados a la hora de mezclar. Me sentí más como una invitada a la fiesta que como una anfitriona, lo cual es también precioso, porque aprendí algo que también es mío, aunque no sé hasta qué punto lo es, si lo estaba aprendiendo, si no me era natural, si las canciones que cantaba en macedonio me las tenían que traducir… Al final, te preguntas: ¿qué es lo que nos conforma?

En su caso, ¿más The Stooges que el folclore balcánico?

Pues así me sentí, y lo curioso es que en términos de marketing era un concierto fácil de vender. Ya con el enunciado, a la gente le interesaba.

En su carrera, los cambios no son nunca definitivos.

No puedo permitirme aburrirme. Si me aburriera, dejaría de hacer música. ¿Para qué? Y es una jodienda, porque a veces la gente te malinterpreta y te mete en casillas a partir de lo último que has hecho. Pero es mucho peor vivir haciendo algo que no te interesa.