Crítica de teatro

‘L'Emperadriu del Paral·lel': erudito epitafio musical

Xavier Albertí se despide como director del TNC con el primer texto de Lluïsa Cunillé que llega a la Sala Gran.

Un momento de la representación de 'L'Emperadriu del Paral·lel'

Un momento de la representación de 'L'Emperadriu del Paral·lel' / May Zircus

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Fin de ciclo en el TNC con la despedida escénica de Xavier Albertí después de ocho años al frente de la gran plaza pública. Pero quien espere una fiesta encontrará un velatorio. Así lo ha servido Lluïsa Cunillé, primera autora catalana que estrena en vida en la Sala Gran. 'L'Emperadriu del Paral·lel' es una tragicomedia bohemia y un punto alucinada, homenaje ilustrado y musical a la convulsa Barcelona previa a la Segunda República y al bestiario farandulero que la pobló. Nostalgia por lo que fue y por lo que pudo haber sido.  

Más que un dúo, autora y director son una simbiosis. Convergen aquí la dramaturgia opaca y los enigmas humanos con la pluma, el piano y el derroche erudito. La historia comienza en el bar La Tranquilidad, primera referencia histórica. Desde un cuadro calcado al que tenía el popular refugio anarcosindicalista nos alecciona su patrón laico, Francesc Ferrer i Guàrdia. Entre las mesas, Roc Alsina (Pere Arquillué), periodista que podría ser el trasunto de Francisco Madrid, Domènec de Bellmunt o cualquiera de los fulgurantes cronistas de la época. El taciturno redactor ha recibido un encargo: escribir el epitafio de la famosísima vedette Palmira Picard que reposa de cuerpo presente en un ático del Raval. El viaje y ascensión al velatorio va del simbolismo de Dante al esperpento de Valle-Inclán (figura en la trama, por cierto), y se encuentra salpicado por los casi cuarenta personajes que figuran en la pieza. Entre ellos políticos de la época como Alejandro Lerroux y Teresa Claramunt, artistas como Josep Santpere, Alady y Mercè Seròs, e incluso el marido de la famosa vampira Enriqueta Martí que desmiente la versión oficial.

Le sienta bien a la escritura de Cunillé el sujeto colectivo, y seguramente sea una de sus obras menos ensimismadas, aunque el derroche de referencias al contexto acaba saturando al más pintado. Albertí acierta con el tono cuando estira la farsa, así el resultado final escapa del réquiem. Cuplés y zarzuelas marca de la casa airean la ceremonia, aunque no aporten a la narración más que un toque de color. Un hipnótico y sombrío Arquillué dibuja la esencia de la obra, y Sílvia Marsó como su reverso luminoso simboliza esa generación de mujeres brillantes arrinconadas por la Dictadura. Entre los 13 intérpretes destacan también en sus trasformaciones fregolinas Oriol Genís y Mont Plans, subiendo y bajando la colosal escenografía tipo ’13, Rue del Percebe’ con un aire a ‘déjà vu’. Sentido recuerdo a la desaparecida María Araujo con la recuperación de piezas de vestuario de algunas de las obras que compartió con el director. Clausura con sabor inconfundible, un poco de autohomenaje sienta bien.