Crítica
'Opening night', La Veronal en el país de las maravillas
La compañía de danza de Marcos Morau redondea su gran año con un estreno en la Sala Gran del TNC
En pocos meses debutarán en el Palais des Papes dentro del Festival de Aviñón
Manuel Pérez i Muñoz
Periodista.
Manuel Pérez i Muñoz
Bajo el sello característico de Marcos Morau, coreógrafo y director, La Veronal está llegando muy lejos. Su abultada agenda internacional -ahora congelada por la pandemia- tendrá su consagración en julio con la llegada de la pieza 'Sonoma' al Festival de Aviñón. Será la primera compañía de danza catalana que actuará en el legendario Palais des Papes. Además, el pasado fin de semana se colgaron la medalla en un inédito debut de una formación local de movimiento en la Sala Gran del TNC. Su espectáculo 'Opening night' es precisamente un homenaje al mundo del teatro, al fulgor mágico de sus luces, también a sus sombras tan marcadas y, claro, a sus fantasmas.
De la película de Cassavetes toman el título y algo de la elegancia de sus densas atmósferas entre bastidores. De negro y con un enorme ramo de flores rojas en los brazos, Mònica Almirall recuerda en su monólogo inaugural la fragilidad de la Gena Rowlands del filme. Emotivo inicio en agradecimiento a los que hacen posible que cada noche se levante el telón. Cuando esto ocurre irrumpen en el escenario los bailarines que se retuercen y convulsionan en la frontera de lo humano y lo imposible. A este lenguaje del cuerpo lo llaman kova, y en su evolución constante va ganando matices entre el extrañamiento que produce. Agujeros, puertas y trampillas vomitan personajes, como si el escenario fuera el árbol hueco de Alicia tras el cual todo es posible.
Tripas escénicas
Muchos han fracasado en el intento de domar a la Sala Gran, pero Morau y su 'troupe' se apuntan una victoria. La escenografía de Max Glaenzel reproduce el ambiente decadente entre bastidores, un espejo escorchado y oscuro que muestra la cara oculta del teatro. Poco a poco, el espacio cede y la enorme caja escénica aparece en todo su volumen faraónico, con un hipnótico ir y venir de telones, juegos de tramoya y focos. Las tripas al descubierto, los engranajes escénicos con sus movimientos fantasmales se sincronizan con los intérpretes. El vestuario de Sílvia Delagneau respeta el luto riguroso que reina en las bambalinas, y va de la funcionalidad del uniforme de los técnicos a las tupidas enaguas y las lentejuelas de las grandes divas.
La ambientación sonora de Juan Cristóbal Saavedra se contagia de la solemnidad de la ceremonia operística. Se suceden los cortes musicales clásicos y también ventanas hacia la distensión cabaretera con el 'Tico tico': el teatro también es diversión, y experimentación. Algunos temas vocales recuerdan las partituras de Carles Santos, como también lo hace ese piano que se arrastra por el escenario y oculta sorpresas. Reina un onirismo envolvente y un punto distante, potenciado por unos textos en pomposo francés, esta vez más pegados a la poesía que a la concreción. Todo va empujando la emoción hacia los diversos finales encadenados, en ellos resulta complicado no dejar escapar una lágrima de buenos adictos a esa gran mentira que se cuenta en el teatro.
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