El libro de la semana

Crítica de 'Els angles morts': cuando la vida se asemeja a un área de servicio

La primera novela de Borja Bagunyà rezuma bilis y genialidad

BORJA

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Valèria Gaillard

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Las relaciones entre el arte y la realidad, el concepto de mímesis y la genialidad creativa son algunas de las cuestiones que laten detrás de 'Els angles morts' (Periscopi), la primera novela de Borja Bagunyà (Barcelona, 1982), que se abre con esta advertencia de Novalis: "Buscamos cosas por todos lados y solo encontramos absolutos". Dos personajes resbalan por el tobogán incierto de estos ángulos muertos, Antoni Morella, profesor de literatura en la Facultad de Letras en la Universidad de Barcelona (como el mismo autor, por cierto) y su pareja Sesé, ginecóloga permanentemente agotada del hospital de Can Ruti. Son dos instituciones regidas por jerarquías absurdas (sobre todo la universitaria) que aplastan cualquier indicio de brillantez que nazca en ellas.

Morella es un perdedor y su primera persona narrativa es un sinfín de digresiones e incisos que adoptan la forma de una longaniza de frases entre paréntesis de difícil digestión, meandros discursivos que salpican hasta las notas, siempre excesivamente largas. Sesé es la inteligencia, la honestidad, la brutalidad de las cosas dichas sin tapujos: la adición al trabajo-vida. Mientras Morella se embarranca en la escritura de un artículo definitivo sobre la literatura "insobornablemente memorable", ella asiste un parto doblemente epifánico (porque replantea la relación entre arte y realidad) que obsesionará a ambos.

En el afán entomológico que gasta Borja Bagunyà, que hasta ahora había publicado sobre todo relatos -'Apunts per al retrat d’una ciutat' (2004), 'Defensa propia' (2007), 'Plantas de interior' (2011)-, a la hora de captar estos universos kafkianos, aparecen personajes hiperrealistas como Olivier y Santoro, mediocres en sus ámbitos respectivos -universidad, hospital- que encandilan a todo el mundo con su verborrea y se hacen con el poder, o bien el esperpéntico sobrino Olaf que "habla desde la arrogancia de la ultracontemporaneidad" y que deslumbra a Morella con su "manía analógica". Sin olvidar el hermano mayor de Morella, Gerard, un superdotado que atemoriza al pobre Antoni hasta hundirlo en la miseria de la inseguridad total, quizás un intento freudiano de justificar su asfixia vital: la vida se asemeja a un área de servicio, concluye Morella, ya que siempre estamos de paso.

La novela rezuma bilis (habrá que ver si Bagunyà conservará su trabajo universitario después de denunciar -cosa que todo el mundo sabe, 'd’ailleurs'- que el "sistema académico se ha convertido en una trituradora") y hasta se oye el burbujeo del ácido sulfúrico en su prosa altamente tóxica. Respecto al léxico, la novela es un festival de analogías, metáforas y correspondencias, siempre huyendo del cliché, por supuesto, y asumiendo el callejón sin salida de todos los "post" habidos y por haber (para algo es un teórico de la literatura, a ver). Sin duda el libro "neuronea" y postironiza (Monzó es el eterno Goliard del autor) sobre la condición humana, a través de estos personajes atrapados entre sus anhelos y sus realidades. Todo es mental -los acantilados, las ventanas, las instantáneas, las anclas, las moscas, las linternas mágicas…- puesto que, más que acción, el libro contiene un pensamiento explosivo que se vierte en las páginas como una lava de genialidad.