EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica de 'Llévame a casa': Patria verdadera
Jesús Carrasco eleva la novela a obra de arte, con una historia sin preciosismos sobre la responsabilidad de cuidar a los padres
Domingo Ródenas de Moya
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A Jesús Carrasco lo sacó del anonimato en 2013 una novela afortunada, 'Intemperie', que contribuyó a poner de moda la ficción neorrural con un cóctel de violencia bronca y lirismo austero sobre la plantilla de un 'western' trasplantado a un escenario vago de posguerra. La reelaboración certera de estructuras consagradas, la conducción férrea de la trama y el cincelado de la prosa justificaron el aplauso unánime de la crítica, algo que no se repitió con la 'La tierra que pisamos' (2016). Quizá porque la combinación de distopía, ruralismo y alegoría no acababa de emulsionarse de manera convincente. La España que servía de escenario, ocupada por el ejército del Imperio al que había sido anexionada, quedaba lejos de la de sus lectores. Como si el escritor hubiera necesitado corregir esa lejanía, esta tercera novela busca su anclaje en un aquí y ahora profusamente reconocible: un pueblo de Toledo en 2010 y una familia que podría ser, bajo la máscara y enmiendas de la imaginación, la del propio escritor. La de cualquiera.
Porque Carrasco ha dejado atrás el pastiche y el 'crossover' de géneros para enfrentarse a una historia arraigada en una cotidianidad tan inmediata como inexorable y dolorosa: la enfermedad y muerte de los progenitores cuando los hijos tienen su propia vida lejos ya del hogar familiar, el de su patria o casa verdadera (a la que alude el título). Con los personajes justos, Carrasco configura una trama sólida y concentrada: Juan regresa desde Edimburgo al pueblo manchego de Cruces para asistir al entierro de su padre, donde su hermana Isabel, que vive en Barcelona, le reprocha su desatención e indiferencia por los ancianos. Lo que activa la peripecia es la noticia de que la madre padece Alzheimer y es Juan quien debe ocuparse de ella, puesto que Isabel ha de trasladarse a Estados Unidos por imperativo profesional. Esa bomba estalla a cámara lenta en la mente de Juan, que con dificultad ha asimilado el cambio radical que se avecina en su vida, en la que reencuentra al amigo remoto, Fermín, y a Germán, la mano derecha de su padre en la carpintería.
Con serena credibilidad, el relato avanza alimentado de las gigantescas minucias del día a día, de la tristeza sin énfasis del deterioro de la madre, de la asunción a regañadientes de una responsabilidad filial que Juan no tiene más remedio que aceptar. Este es un proceso que culmina en una fractura íntima con algo de catarsis y de rendición. A Juan no lo habían adiestrado en el amor ni en el afecto, sentimientos que en las familias pobres circulaban en niveles freáticos porque lo importante eran los hechos (el jornal, el plato en la mesa, acudir a la escuela, visitar al médico). Su torpe gestión de las emociones y su egoísmo inmaduro contrasta con el proyecto de Isabel, una superwoman como tantas que lleva adelante su brillante carrera de científica, su matrimonio con Andreu, su doble maternidad y el cuidado de sus padres. De esa indigencia lo arranca su madre con su desamparo y su deseo de volver a casa, la de su niñez remota, cuando él no existía, una niñez cada vez más resplandeciente en una memoria que anochece. Carrasco lleva tensas las bridas de su estilo para frenar preciosismos y no desbocar la ternura ni la melancolía ni la congoja ante lo irreversible, pero esa misma tensión es la que enaltece su escritura, la libra de chantajes sentimentales y eleva su novela a las alturas donde se mueven las obras de arte.
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