La gran extinción

La pandemia aniquila las músicas minoritarias en Barcelona

Una decena de pequeños festivales y ciclos que enriquecen y diversifican la oferta musical han desaparecido este trimestre

La Zowi, durante su actuación en el festival Cara B de 2019

La Zowi, durante su actuación en el festival Cara B de 2019 / periodico

Nando Cruz

Nando Cruz

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Todas las miradas están puestas en el futuro, en el verano macrofestivalero. Y mientras, el presente más inmediato no puede ser más aciago. El invierno es la época de los festivales de pequeño formato, de los escenarios de proximidad, de las propuestas especializadas en géneros minoritarios, de las iniciativas modestas que sacan la cabeza en estos meses fríos en los que la competencia no es tan feroz. Y este invierno ya está siendo el más negro que se recuerda.

Un festival de tamaño mediano como el Cara B ya renunció hace meses a su edición de 2021, que debería celebrarse a principios de febrero en el recinto Fabra i Coats. También en febrero solía arrancar el Let’s Festival, ciclo de conciertos que llena durante ocho fines de semana la sala Salamandra de L’Hospitalet. La evolución de la pandemia dirá si pueden reformularse de alguna manera de cara a principios de primavera. Lo mismo está valorando el Minifestival Pop, modesto encuentro indie con 25 años de historia ubicado en el Espai Jove Les Basses y que ya solo ansía poder celebrar la edición más mini de su historia (para 50 espectadores y retransmisión en streaming) a finales de mayo.

Ni reggae, ni forró, ni hardcore, ni blues

Pero otras iniciativas del calendario invernal ya han desaparecido en silencio. Es el caso del Sant Antoni Reggae Splash que cada enero, coincidiendo con la fiesta mayor del barrio de Sant Antoni, programa reputados artistas jamaicanos. O del Can’t Keep Us Down, festival autogestionado que reúne bandas de hardcore de todo el planeta en el Ateneu Popular 9 Barris y el Kasal de Joves de Roquetes y que se hubiera celebrado este fin de semana. A principios de febrero tocaba celebrar la tercera edición del Sereia, festival de forró y cultura brasileña, y la octava de Santako In Blues, iniciativa de varios jubilados aficionados a este género afroamericano que cada invierno ofrecen a sus vecinos de Santa Coloma de Gramenet un lote de conciertos. Tampoco se va a celebrar este invierno el festival de folk Rubrifolkum de Sant Boi del Llobregat ni el aquelarre punk MDA que acogía el Ateneu L’Harmonia del barrio de Sant Andreu.

Iniciativas de este perfil, minoritarias pero con públicos fieles, han quedado borradas del mapa. Y con ellas, la riqueza y diversidad de un paisaje cultural cuya salud depende, en buena medida, del empuje de asociaciones de todo tipo de edades, orígenes geográficos, gustos musicales y estructuras organizativas. Este tipo de propuestas no solo enriquecen y diversifican la oferta cultural sino que ejercen de contrapeso a las inercias del mercado, son escaparate de músicas que crecen en los márgenes de la cultura oficial y funcionan como válvula de escape de discursos críticos. También ofrecen conciertos a precios mucho accesibles que los grandes eventos y juegan un papel clave como herramienta de cohesión social de colectivos de todo tipo. Son, en definitiva, el eco más preciso para calibrar el palpitar de una sociedad con infinidad de aristas.

A cruzar los dedos

No todo está perdido. Barnasants y Tradicionàrius han iniciado ya sus ediciones de 2021, mientras el Festival de Jazz de Barcelona sigue haciendo equilibrios y reprogramando fechas canceladas. El Eufònic Urbà mantiene su edición para la próxima semana, aunque ha suspendido dos conciertos (el resto se pueden ver online) y seguirá adelante con las instalaciones sonoras como únicas actividades presenciales. El Fem Pop, autodefinido como el festival que no quiere existir, programa solo mujeres para compensar la infrarrepresentación femenina en los escenarios. Este año, más que nunca, quiere existir y llegar a Granollers, Sant Quirze del Vallès y Malgrat de Mar a principios de marzo. El Blues & Ritmes de Badalona y el MUD de Lleida también cruzan los dedos: ya tienen listas sus respectivas programaciones. 

Y antes de que acabe el invierno debería arrancar una nueva edición del ciclo Barcelona Districte Cultural que, bajo el paraguas del ayuntamiento, presenta espectáculos de música, teatro y circo en una veintena de centros cívicos diseminados por la ciudad. Es, de hecho, la principal bombona de oxígeno cultural para los barrios. Más allá de las actividades que puedan acoger los centros cívicos con el respaldo de la administración, porque esta es hoy por hoy la única forma de organizar un concierto con garantías, el desierto es infinito.

Tejido popular sepultado

¿Qué fue del BCN Jamaican Explosion del Espai Jove Les Basses? ¿Y del Guinardó Yard Dance de la plaza del Nen de la Rutlla? ¿Y del encuentro Hip-hop contra el Racisme del Espai Jove Casa Sagnier? ¿Y del Anxöva Reggae que montan los jóvenes de Horta? ¿Y de la Nit d’MCs de Can Batlló? ¿Y del Carnaval Salsero que monta el festival Say It Loud? ¿Y del festival Cyberpunk? ¿Y del Tragicfest que acoge el centro social ocupado L’Astilla de L’Hospitalet? ¿Y de citas feministas como el Estrogenfest, el 100% Girl Power Fest o el MIM-A de Santa Coloma? ¿Y de la Trobada d’Associacions Juvenils de Barcelona ubicada en el Moll de la Fusta coincidiendo con las fiestas de Santa Eulàlia?

Son algunas de las incontables iniciativas que brotaban cada invierno en los barrios. Impulsadas por el tejido asociativo y articuladas a menudo desde la autogestión, cumplen una función crucial alimentando y diversificando culturalmente el paisaje. La pandemia se las ha llevado por delante. Mientras unos ponen velas para que se reactiven los macroescenarios de verano y, con él, el turismo festivalero, el panorama a corto plazo en los circuitos de proximidad es tan o más incierto. Aquel fértil sotobosque se está quedando en los huesos. El presente es desolador. Y el empobrecimiento cultural, una sensación creciente.

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