Biografía novelada

Madame Tussaud, una artista de la decapitación

Edward Carey recrea en 'Little' la fascinante historia de la mujer que construyó un imperio de cera a la sombra de la guillotina

Grosholtz

Grosholtz / Herb Neufeld

Rafael Tapounet

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En otoño de 1802, Anne Marie Tussaud, de apellido de soltera Grosholtz, cruzó el canal de la Mancha a bordo del navío 'Kingfisher' en compañía de su hijo mayor, François, y de un par de baúles llenos de cabezas. No eran unas cabezas cualesquiera. Cuidadosamente acolchadas y embaladas, en el equipaje de la señora Tussaud viajaban las testas de algunos de los personajes que habían marcado la turbulenta historia de Francia en el último cuarto de siglo, los años del enciclopedismo, la revolución y el terror. Voltaire, Benjamin Franklin, Luis XVI, Jean-Paul Marat, Maximilien Robespierre, Napoleon Bonaparte… Cabezas que cambiaron el mundo y que la diminuta Marie había reproducido en cera a partir de moldes de escayola que ella misma había hecho a tan distinguidos caballeros (algunos no pudieron negarse porque ya entonces habían entregado su alma al Señor, por así decir). Cabezas ilustres sobre las que, con los años, se construyó el imperio de Madame Tussaud, el mayor museo de figuras de cera del mundo, una atracción turística de primer orden que hoy cuenta con 25 sedes repartidas por otras tantas ciudades de cuatro continentes.

La historia de cómo la pequeña Anne Marie Grosholtz, una huérfana alsaciana con una infancia que habría hecho llorar a Dickens, se convirtió en Madame Tussaud, reina de las cabezas cortadas y emperatriz de la cera, la cuenta, con gracia inigualable, el escritor e ilustrador inglés Edward Carey en 'Little' (Blackie Books), una novela biográfica con trasfondo histórico que se lee como un cuento de hadas. “Madame Tussaud siempre me ha parecido como la protagonista de un relato folclórico, un personaje de una pintura de Brueghel -explica Carey desde Austin, Texas, donde reside-. La suya es una historia de supervivencia, la de una persona en apariencia insignificante que atraviesa una serie de acontecimientos extraordinarios y sangrientos. Pensar en ella como la heroína de un cuento de hadas hizo más fácil procesar la gran cantidad de hechos históricos de los que fue testigo”.

Edward Carey, en su casa de Austin.

Edward Carey, en su casa de Austin. / Elizabeth McCracken

El autor, responsable también de las deliciosas ilustraciones que acompañan la narración, no tiene reparo en admitir que, pese a la ingente labor de documentación que llevó a cabo durante los 15 años que le ocupó la escritura del libro, 'Little' mantiene una relación un tanto relajada con los hechos reales. “Es una novela, no un manual de historia”, subraya. Carey esgrime en su defensa que la autobiografía que Marie Tussaud escribió en 1838 (en una reveladora tercera persona) está tan llena de mixtificaciones y datos exagerados o erróneos que puede tomarse como una invitación a “rellenar las lagunas tirando de imaginación”.

El excéntrico doctor Curtius

Anne Marie Grosholtz nació en una aldea de Alsacia el 1 de diciembre de 1761 y apenas conoció a su padre, un soldado alemán que murió como consecuencia de las terribles heridas sufridas en la Guerra de los Siete Años. Empujada por la pena y la miseria, su madre encontró trabajo en Berna como ama de llaves de Philippe Curtius, un excéntrico médico suizo especializado en hacer reproducciones en cera de las distintas partes del cuerpo humano para el estudio anatómico. Sin posibilidad de ser escolarizada por su doble condición de pobre y extranjera, Marie quedó relegada al papel de criada desde muy corta edad, pero con su seriedad y su afán de aprender se ganó la confianza del doctor Curtius, que le permitió acceder a su taller como ayudante y le enseñó a modelar.

Retrato al óleo de Marie Grosholtz con la escarapela del Gabinete Curtius, realizado por Edward Carey.

Retrato al óleo de Marie Grosholtz con la escarapela del Gabinete Curtius, realizado por Edward Carey. / Edward Carey

Cuando en 1769 (o 1765, según otras versiones) Curtius se instaló en París para dedicarse exclusivamente a las figuras de cera, la pequeña Marie le acompañó (si lo hizo junto a su madre o si esta ya había fallecido para entonces es también objeto de controversia). El Gabinete de Retratos en Cera del Doctor Curtius pronto se convirtió en una de las atracciones más populares de la capital francesa y llegó a tener dos sedes: una, dedicada a las personalidades más insignes, en el Palais Royal, y otra, que albergaba figuras de célebres criminales de la época, en el Boulevard du Temple. Dos salones en los que, como advierte sagazmente Carey, los privilegios quedaban abolidos y se aniquilaban las clases. “¿En qué otro lugar podría un mendigo acercarse a un rey o un mediocre tocar a un genio?”.

Profesora en Versalles (o eso dijo)

En esos agitados años previos a la revolución, Marie se encargó de reproducir las cabezas de Voltaire, Jean-Jacques Rousseau y Franklin, entre otros muchos. En sus memorias, asegura que también fue contratada como profesora de modelaje de la princesa Isabel, hermana menor del rey Luis XVI, y que vivió varios años en Versalles, circunstancia de la que no existe registro alguno más allá de su poco fiable testimonio. En 'Little', Carey opta por dar veracidad a su relato. “Como narrador, me parece mucho más interesante creerlo, aunque no haya pruebas. También sostiene en su autobiografía que Isabel y ella eran casi idénticas y, cuando lo leí, pensé: ‘Ahí está Marie Tussaud con otra de sus historias fantásticas’. Pero luego vi un retrato de Isabel y fue toda una conmoción: ¡eran verdaderamente muy parecidas!”.

El 12 de julio de 1789, una multitud irrumpió en el Gabinete Curtius del Palais Royal y se llevó los bustos de cera del destituido ministro de Finanzas Jacques Necker y del duque de Orleans para utilizarlos como estandartes en las movilizaciones contra el inminente golpe de Estado conservador respaldado por las tropas realistas. Ahí se vio ya que las cabezas cortadas iban a tener un papel relevante en la revolución. Dos días después, rodaban las testas del marqués de Launay, gobernador de la prisión de la Bastilla, y de Jacques de Flesselles, preboste de los mercaderes de París. Ambas cabezas, insertadas en sendas picas, fueron llevadas hasta el museo de Curtius para obtener una reproducción en cera antes de que se descompusieran. La encargada del macabro trabajo fue Marie Grosholtz. En los años siguientes le encomendarían muchos más.   

Un grupo de ciudadanos esgrime las cabezas de Necker y el duque de Orleans, el 12 de julio de 1789 en París.

Un grupo de ciudadanos esgrime las cabezas de Necker y el duque de Orleans, el 12 de julio de 1789 en París. / Archivo

Por las manos de la alsaciana pasaron, entre otras, las cabezas cercenadas de Luis XVI y María Antonieta. La testuz de Marat, al menos, seguía pegada al cuerpo cuando Marie le hizo un molde de escayola pocas horas después de que Charlotte Corday apuñalara al adalid del terror jacobino en la bañera. La de Robespierre, en cambio, sí le llegó limpiamente seccionada tras pasar por la guillotina. Un caso bien distinto fue el de Napoleón, cuya cabeza Marie pudo duplicar en vida de su propietario gracias a la intercesión de Josefina de Beauharnais, con quien había compartido cautiverio en la prisión de Carmes, recluidas ambas durante varios meses por sus pasados vínculos con la familia real.

La Revolución Francesa en 3-D

A la muerte de Curtius, en 1794, Marie Grosholtz heredó el negocio con todas sus figuras. Poco después, cometió la imprudencia de casarse con François Tussaud, un inútil manirroto que le dio un apellido y dos hijos y que, a cambio, dilapidó buena parte de su patrimonio. Antes de perderlo todo, Marie empaquetó sus mejores cabezas y en 1802 se largó a Inglaterra, donde se ganó la vida con una exposición itinerante que reproducía en cera los truculentos y muy importantes sucesos que habían tenido lugar al otro lado del Canal. “La Revolución Francesa en 3-D”, como apunta Edward Carey. “Madame Tussaud -continúa- era muy consciente del poder de sus terribles y maravillosos muñecos y de las historias que contaban. Y además tenía un olfato increíble para los negocios”.

Busto de cera de Maximilien Robespierre realizado por Madame Tussaud.

Busto de cera de Maximilien Robespierre realizado por Madame Tussaud. / Archivo

En 1835, Marie y sus dos hijos abrieron en el número 58 de Baker Street la primera sede permanente de la colección de figuras de Madame Tussaud. La diminuta alsaciana murió mientras dormía el 16 de abril de 1850. En sus últimos años de vida se negó a posar para un daguerrotipo, de manera que el retrato más preciso que se conserva de Marie es la réplica de cera que ella misma se hizo en 1842 y que aún hoy se exhibe en la sede principal del museo Madame Tussauds, en Marylebone Road. Un lugar que, pese a su aparente anacronismo, mantiene intacto su poder de atracción casi dos siglos después de su inauguración.

“Las figuras de cera pueden haber pasado de moda -reflexiona Carey-, pero la fama, no. Y la infamia, tampoco. Y hay algo fascinante, y pavoroso a la vez, en esa posibilidad que brinda el museo de estar tan cerca de personajes célebres, de romper las barreras de la fama. De codearte con Einstein como si fuera tu tío Ernest o de mirar fijamente a las fosas nasales de Isabel II. Si lo piensas, es algo verdaderamente… revolucionario”.

Bombas del IRA y cera chamuscada

Edward Carey era un joven aspirante a escritor cuando en 1992 entró a trabajar en el museo Madame Tussauds de Marylebone Road, en Londres, con un contrato temporal de seis meses. Su tarea consistía en disuadir a los visitantes de importunar a las figuras de cera. “Fue una experiencia muy extraña –rememora-. Resultaba muy interesante ver la manera en que los humanos interactuaban con la representación de la celebridad. Al final, sentías un cierto respeto por las figuras de cera porque, de algún modo, parecían tener más dignidad que las personas. Estar solo con las figuras antes de que el museo abriera era sin duda la mejor parte del día”. A la postre, y pese a los desvelos del joven Carey, algunas personalidades de cera resultaron seriamente dañadas. No por el comportamiento irrespetuoso de los visitantes, sino por una bomba incendiaria que el IRA hizo estallar en el museo londinense el 17 de septiembre de 1992. “Por fortuna, en ese momento no había nadie, nadie humano, en el edificio, pero en los días siguientes el hedor de pelo y cera chamuscados era absolutamente insoportable”. 

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