HOTEL CADOGAN

El Viejo Yerbas, jardinero inglés

Una delicia de lectura. Un personaje entrañable que, a través de las flores, enseña dignidad, paciencia y gratitud

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Olga Merino

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De entre la servidumbre del Hotel Cadogan, el jardinero jefe es el empleado más querido y respetado, tanto por los compañeros como por la propiedad, quizá porque el hombre ya no le hace sombra a nadie. Herbert Pinnegar solo se ocupa del invernadero, de rumiar sus recuerdos y de observar cómo crece el césped sentado bajo el alero de su cabaña de madera, en un extremo del jardín, en el rincón del viejo manzano, ese que solo da frutos bordes pero cuyas flores, cuando brotan, parecen «espuma rompiendo en un arrecife de coral». Aunque lo sabe todo sobre plantas, sobre los dichos del campo («si a las seis llueve, hace bueno a las nueve»), sobre el suelo que más conviene al azul de los lirios, se le empana la cabeza a menudo y ya no sabe si manda la reina Victoria o si es su hijo Eduardo. O confunde la batalla del Somme con la de El Alamein. Nos da igual. Todos le pedimos consejo. Lo tenemos en mucha estima al Viejo Yerbas ('Old Herbaceous') porque no tiene doblez.

En el carácter, el señor Pinnegar se parece bastante a Jeeves, el mayordomo de las novelas de P.G. Wodehouse, y por ello, desde su envaramiento y contención, finge que le trae sin cuidado, pero no puede disimular que está más contento que unas castañuelas: la editorial Periférica acaba de publicar la historia de su vida, 'Recuerdos de un jardinero inglés', en traducción de Ángeles de los Santos. ¡Ah, qué deliciosa novelita! Cómo reconforta, en estos días de semiencierro e incertidumbre, perderse en sus páginas, lejos del mundanal estrépito, entre narcisos, rododendros y magnolias dormidas a la hora del crepúsculo. Y sobre todo, escuchar las perlas de sabiduría que va desgranando el Viejo Yerbas, por encima de todo un tipo digno. Dice que la vida se parece bastante a un jardín: tanto le das, tanto recibes, «en un momento estás tirado en el suelo y al siguiente te elevas sobre las alas de la mañana». Paciencia, tenacidad, gratitud: esas son sus divisas. 

Cuando el escritor inglés ReginaldArkell puso la palabra fin en el manuscrito de 'Recuerdos de un jardinero inglés', allá por 1950, el señor Pinnegar recogió sus bártulos y se vino con nosotros a recogerse en el Cadogan. Aquí somos muy de jardines, sobre todo del modelo silvestre, que parece expandirse libre y descuidado sin estarlo, un espacio en la novela que no es ni público ni privado y, por ello, propicio el amor y la confidencia .Qué sería de 'Orgullo y prejuicio' sin los jardines de Pemberley?