EL LIBRO DE LA SEMANA

Crítica de 'Panza de burro': el debut volcánico de Andrea Abreu

La primera novela de la joven escritora canaria es un descubrimiento con un prodigioso uso del lenguaje

Icult Andrea Abreu foto de Alex de la Torre

Icult Andrea Abreu foto de Alex de la Torre / Álex de la Torre

Olga Merino

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Superado el apremio de las listas, que en esencia son excluyentes y cada lector maneja la suya, 'Panza de burro' es uno de los mejores títulos que se ha colado este año en los estantes de mi biblioteca, una primera novela sorprendente, un debut volcánico el de Andrea Abreu (Tenerife, 1995) por la frescura, la inteligencia narrativa y el sortilegio que la autora realiza en la fragua del idioma. En paralelo, cabe subrayar también el ojo aguileño de la editora, la periodista y escritora Sabina Urraca, por sacar de entre las brumas un libro que, sin más engranaje publicitario que el boca oreja, lleva ya más de 20.000 ejemplares vendidos, toda una proeza para una editorial independiente y en temporada pandémica.

La historia desgrana la amistad, el despertar sexual y a la misma vida de dos niñas, más o menos a esa edad mágica de los 11 años, fronteriza entre el reino de la infancia y el umbral hacia la adultez, una bisagra fertilísima que las emparejaría con los protagonistas de otras historias inolvidables, como Paulina (Matute), Alfanhuí (Sánchez Ferlosio), los gemelos Claus y Lucas (Agota Kristof) o Momo ('La vida ante sí', de Romain Gary). Isora, más madura, y la narradora, la amiga que la idolatra y la sigue a ciegas. Dos crías con heridas profundas, deslenguadas y procaces que crecen rodeadas de perros pulgosos y, en ausencia de los padres, al cuidado de abuelas implacables («hoy bebo sangre tuya, cachoputa»). Viven en una aldea al norte de una isla canaria innombrada -Tenerife, presumiblemente, por la presencia constante del "vulcán", dentro y fuera de los cuerpos-, entre cuestas, chumberas y cielos entoldados por la calima que se confunden con el mar: «La tristeza de la gente del barrio eran las nubes, las nubes clavadas en la punta del cogote, en la parte más alta de la columna vertebral, a la hora de la novela». El decorado se yergue en personaje.

Aparte de la habilidad en la construcción de escenas, sin duda el gran hallazgo de Abreu radica en el prodigioso trabajo con el lenguaje. Con un oído musical absoluto para la oralidad, la escritora revienta las costuras de la gramática para trascenderla, en un zarandeo que le sienta muy bien al castellano, a veces, en la lengua literaria, demasiado envarado. En su prosa caben neologismos, préstamos directos del inglés ('foquin bitch', 'shit') y voces canarias que dejan de serlo en su crisol porque dibujan un universo imperecedero. Si el padre de la protagonista trabaja en la 'costrusión', la peculiar pronunciación sureña no representa solo eso, una variante dialectal, sino una forma de ser y estar en el mundo, en los márgenes. Patatas para comer y cenar, mojo aguachento y alitas de pollo. Entre los localismos, el insustituible 'fisquito' (un poquito), que es puro anhelo vital: «Ella [Isora] pensaba que la vida solo era una vez y que había que probar un fisquito siempre que se pudiese. Y un fisquito de anís, miniña?».

 'Panza de burro' ha rebasado la tiranía de la mesa de novedades y aún tiene fuelle. Perdurará.