Otros escenarios posibles

"¡A la mierda el año 2020!"

El bar bodega La Belter ha reprogramado sus conciertos rumberos al mediodía y el domingo dispensó su vacuna contra la angustia: un revitalizante recital del cantautor punk Mateólika

Concierto de Mateólika en el Bar La Belter

Concierto de Mateólika en el Bar La Belter / Martí Fradera

Nando Cruz

Nando Cruz

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Cuatro horas después de que la señora Araceli recibiese la primera vacuna en Guadalajara, una veintena de barceloneses se acercaban a un dispensario del Raval a por esa otra vacuna de la que no se habla; la que te despeja la mente, ahuyenta los ma-los pensamientos y te da energías para afrontar una semana más. Una dosis de música en vivo que contiene mucho más que eso: en ella va implícita el jaque a la rutina, la necesidad de reunión, el amago de baile, el derecho al ocio, la conversación, la risa y, casi como síntesis de todo: la rumba.

El dispensario era La Belter, bar bodega de Nou de la Rambla que nació en octubre de 2019 para revitalizar el género en el peor momento imaginable: la rumba anda pachucha desde hace lustros y, encima, al medio año tuvo que cerrar por la llegada de la pandemia. Y el concierto tendría que haberse celebrado a media tarde, pero las enésimas restricciones anticontagio obligan a cerrar los bares a las 15.30, así que la vacuna rumbera se administraría a la hora del vermut; entre cervezas y tapas de queso y fuet. Es el enésimo malabarismo que ha tenido que hacer este y tantos otros locales para no cerrar definitivamente.

Juglar de las periferias

Presidía la barra de La Belter una estampa de Camarón de la Isla. En las paredes, inmensas fotografías de bailaoras y cantaoras: Carmen Amaya, La Terremoto… Pero el protagonista del último domingo del año no sería ni gitano ni estrictamente rumbero aunque tenga un disco titulado ‘La matanza de la rumba’ y una rumba, ‘Ciutat anti-persones’, antítesis del ‘Gitana hechicera’ de Peret, pues en vez de cantar las lindezas de Barcelona, denuncia lo hostil que se ha vuelto con sus habitantes. Era Mateólika, juglar de las periferias, cantautor antisistema, trotabarrios, transformista y cómico con la chispa y la carcajada de Pepe Rubianes. Se le ha visto en pocos tablaos flamencos, pero se ha pateado todas las okupas y fiestas alternativas de Catalunya. Es un payo punk rumbero.

“¡A la mierda el año 2020!”, soltó a modo de grito de guerra y, también, como llamada de atención para los que seguían fumando y hablando a la entrada del local. “Decidles que voy a empezar el concierto una sola vez”, pidió a los espectadores que ya habían ocupado sus taburetes. “Vamos a mirarlos intensamente cuando entren”, propuso. Y es que los directos de Mateólika se nutren mucho de su interacción con el público. Consciente de lo difícil que es desinhibirse hoy en estos conciertos de mascarilla, silla y distancia, se mofa de la tensión que agarrota al público, exige máxima predisposición en los coros, prohíbe aplaudir si no va a ser a compás y anima a bailar pogos sentados. Y si alguien se acerca a la barra a pedir algo, le sugiere que invite a los demás a chupitos.

Según confesaría él mismo, de todos los presentes en el local, sólo no conocía a dos o tres personas. La mayoría había bajado al Raval un gélido domingo de pandemia para verlo a él. Se hizo evidente porque desde el principio el público coreó todas sus letras. En la calle hacía un frío terrible, pero en La Belter el público gritaba: “Fuego, fuego, fuego”. Era el estribillo de una canción dedicada a los CDC: los Comités de Defensa de los Contenedores. Un espectador filmaba sus zapatos con el móvil mientras bailaba y retransmitía la imagen en riguroso directo a cinco amigos conectados desde casa. Un grupo al fondo del local alzaba los brazos y berreaba la enésima historia inspirada en Nou Barris. Una perra negra entraba y salía de la bodega a su aire.

A las 15.32, Mateólika andaba enfrascado en la presentación del último bis, pero el dueño de la sala miró al camarero, el camarero miró al promotor, el promotor miró al cantante, el cantante miró al promotor, al camarero y al dueño de la sala y captó el mensaje. “¡Gracias!”, exclamó, como quien se despide del Madison Square Garden. Y así acabó el concierto. El bar tenía que cerrar de inmediato si no quería problemas con la autoridad. El público gritaba: “¡Otra, otra!”. Pero no era cuestión de tentar a la suerte. A 120 metros de La Belter hay una comisaría. Quien quiera otra, puede volver a vacunarse en cuanto se le hayan pasado los efectos de esta dosis.

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