Llegó la hora de exculpar a Yoko Ono

La relectura feminista libera a la viuda de Lennon del papel de sepulturera de los Beatles

Yoko Ono, en una imagen del pasado mayo en Nueva York.

Yoko Ono, en una imagen del pasado mayo en Nueva York. / REUTERS / LUCAS JACKSON

Núria Navarro

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Qué más daba que John Lennon confesara a la revista ‘Rolling Stone’ que los Beatles empezaron a rodar cuesta abajo cuando Brian Epstein les puso el trajecito y tuvieron "un éxito muy, pero que muy grande" y se dieron cuenta de que se habían vendido ("ya entonces nos sentíamos como una mierda, porque nos veíamos obligados a concentrar una o dos horas de actuación en 20 minutos"). Se pasó por alto también que, después de la muerte de Epstein, se hartaran de que todo girara alrededor de Paul McCartney. La culpa era de Yoko Ono, la intrusa que se coló en la grabación del ‘White Album’ (1968) y ya no se fue ni con agua caliente, la bruja que rompió la promesa de los de Liverpool de no emplear su música para vender pañales.

Hecha para el primer plano

Pero, ahora que el feminismo le ha sacado los colores al patriarcado y que el supremacismo blanco da ganas de vomitar, está claro que Yoko Ono reunía los ingredientes para convertirla en chivo expiatorio : ser mujer, ser siete años mayor que Lennon y ser asiática. Encima, no era una ‘groupie’ dispuesta a la genuflexión –no le gustaban los Beatles, de hecho–, ni una leal amiga de la infancia, ni un bellezón para pasear en los clubes. Gozaba de su propia reputación, cimentada desde que, en 1961, expuso sus primeras ‘instruction paintings’ en la galería neoyorquina AG de Georges Maciunas, el fundador del movimiento Fluxus. No-estaba-hecha-para-el-segundo-plano.

Tenía todos los ingredientes para convertirse en chivo expiatorio: era mujer, era 7 años mayor que Lennon y era asiática

Su ‘visibilidad’ puso de los nervios a unos cuantos capos de la escena, Bob Dylan incluido, que le fabricaron el traje a medida de pérfida, muy útil también a los nostálgicos de los ‘fab four’, que querían echarle la culpa a alguien de la disolución de la banda. Una fama, por cierto, que ella ha resistido década tras década sin ponerse farruca, con actitud zen, siguiendo como si nada con sus performances y exposiciones.

Metro y 57 de firmeza

Una de ellas tuvo lugar en la Comunitat Valenciana. En 1997, voló de Londres al aeropuerto de L’Altet para inaugurar ‘En-Trance’ en la Lonja de Pescado de Alicante, y tres días después estrenaba en Valencia ‘Ex-It’. La expectación era máxima. Yoko entró su metro y 57 centímetros en la Lonja. Las gafas muy Lennon y las zapatillas muy Chanel. Mostró todo el rato una sonrisa de esas que ponen los japoneses cuando se llevan un trozo de ‘trencadís’ del parque Güell en el bolso de Loewe. Venía custodiada por guardaespaldas y tenía el miedo instalado en su cuerpecillo de pájaro en noche de tormenta. La víspera había sido verbena de San Juan y solo en la inauguración de las hogueras habían explotado 147 kilos de pólvora en una sola traca. Y ella, reconoció en un aparte, no puede con la pólvora desde las cinco balas del calibre 38 que acabaron con la vida de su marido el 8 de diciembre de 1980 a las puertas del edificio Dakota, en la calle 72 de Nueva York.

"He venido a compartir mi trabajo, y mi trabajo soy yo", le aclaró al alcalde de Alicante, que no paraba de hablar de los Beatles

Casi peor fue la cosa institucional. El alcalde de entonces, Luis Díaz Alperí, de quien años después, en el 2009, se conocería su vinculación en el ‘caso Gürtel’ –le regaló un reloj de 24.000 euros al entonces secretario general del PP valenciano Ricardo Costa– no paró de darle la brasa con los Beatles. Y ella –con la misma tónica que tanto enrabietaba a los dioses del pop de finales de los 60– le dejó bien clarito por qué estaba allí: "He venido a compartir mi trabajo, y mi trabajo soy yo misma".

Y eso sin crisparse, con la misma vocecita con que regaló a los presentes un pensamiento gratis: "La raza humana, que es muy inteligente, salvará el planeta con su sabiduría". La audiencia pareció creerle, ignorante de lo que vendría. Tampoco ella sabía que se convertiría en una activista contra el fracking y otras prácticas anticlimáticas. Solo que ya no necesita una docena de fotógrafos a los pies de una cama de hotel. Lanza sus mensajes en Twitter. Y nadie se atreve ya a decir que envenenó a los Beatles. Al menos, no en voz alta. Arderían las redes.