Crítica de ópera
'Traviata' liceísta contra viento y marea
Todo un éxito resultó el regreso de la ópera de Verdi para un público limitado a 500 personas
Pablo Meléndez-Haddad
La pandemia no ha impedido que el Liceu barcelonés haya podido estrenar en estos días de caos en los equipamientos culturales uno de los clásicos más populares de todo el repertorio lírico, ‘La Traviata’. A pesar de tratarse de una reposición, las circunstancias a las que obliga la prevención de la covid y la presencia de intérpretes extraordinarios a cargo de las 18 funciones programadas –tres de ellas excepcionales debidas a la situación– ha hecho que la obra maestra de Verdi tomara un carácter de acontecimiento. La obra se estrenó un día antes de lo anunciado, desdoblada en dos funciones ante un público de solo 500 asistentes cada una en un gesto que honra al Gran Teatre y a los intérpretes en este esfuerzo impresionante.
Porque el Liceu sabe que se debe a su público y, contra viento y marea, ha querido levantar el telón de un montaje que llevaba un mes ensayándose y que implica el trabajo de más de 300 personas. Y lo ha hecho el viernes marcándose un gran éxito, recuperando la lúgubre y necrofílica producción de David McVicar, ese ‘flashback’ de Alfredo trasladado a la ‘Belle Époque’ que, con el coro, bailarines y figurantes ataviados de mascarillas oscuras, aumentaban la imagen de panteón que inunda la propuesta, principalmente en el primer acto.
La directora italiana Speranza Scappucci regresó al podio liceísta firmando una versión teatralmente bien tensionada, sobre todo por sus eficaces cambios de dinámica y por los contrastes en según qué arias. En todo caso, y quizás por eso mismo, en varios momentos se le escaparon el coro, comprimarios y hasta algún solista; al parecer ciertos cambios de ‘tempi’ desconcertaban dando la poco aseada impresión de falta de ensayos.
El debut de Kristina Mkhitaryan en el papel protagonista (que se alternará como Violetta con Lisette Oropesa, Pretty Yende y Ermonela Jaho) fue promisorio: voz ágil, perfecta coloratura, timbre de tintes dramáticos, excelente proyección y un fraseo a ratos desgarrador. Su dúo con Germont y su acto final fueron maravillosos sin acusar demasiado algunas asperezas e inestabilidades en la emisión.
El Giorgio Germont de George Gagnidze resultó electrizante, de voz plena y punzante, con pianísimos delicados y un canto también arrebatador, íntimo conocedor del papel. El Alfredo Germont de Pavol Breslik, en cambio, se mostró nervioso, precipitado, con múltiples entradas falsas (casi arruina el “Amami Alfredo”) y hasta fallos de memoria; con la voz mermada, fue fagocitado por la orquesta y evitó ciertos agudos fundamentales.
La Flora de Laura Vila se mostró muy adecuada, al igual que la sobrada Annina de Gemma Coma-Alabert –con más voz que el tenor–, y que el Doctor Grenvil de Felipe Bou. La Simfònica del Gran Teatre respondió de maravilla ante las órdenes de Scappucci, junto a un muy bien preparado Cor del Liceu que dirige Conxita Garcia.
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