UN BARCELONÉS DE ADOPCIÓN

Mathias Enard, en la rueda de la vida budista

El escritor francés publica 'El banquete anual de la cofradia de sepultureros', su primera novela tras el Goncourt

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Elena Hevia

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Mathias Enard tiene una vieja torre como la de Montaigne y en ella ha escrito buena parte de su última novela, ‘El banquete anual de la cofradía de sepultureros' (Random House / Empùries). El antiguo edificio está muy cerca de Niort, en el noroeste francés donde nació en 1972, muy lejos de su amado Mediterráneo, y donde transcurre este extrañísimo libro que se mira en las pantagruélicas comilonas rabelesianas aliñadas con algunas gotas del ‘Bouvard y Pecuchet’ de Flaubert. Desde su torre, Enard atiende, vía telemática, no solo a la prensa española sino también a la francesa porque la novela, la primera después de haber obtenido el Goncourt, ha aparecido casi a la vez en francés, castellano y catalán. Viajero impenitente, testigo de varias guerras -Líbano y exYugoslavia- o de la épica de la emigración marroquí, alguien que habla el persa y el árabe como un nativo, barcelonés de adopción, muchos saludan a Enard como uno de los grandes de la actual literatura europea. 

Y ‘El banquete…’ es una novela que no se parece en nada a las anteriores de Enard, atravesada por la erudición y un sentido del humor que no estaba en sus anteriores trabajos. En lo superficial, el relato sigue a un antropólogo que llega a La Pierre Saint Christophe, pueblo de una región de marismas situada entre La Rochelle, Poitiers y Niort con el objetivo de convertir a los habitantes y sus costumbres en materia de estudio para su tesis. Es un tipo no muy listo que apunta en su diario datos irrelevantes. "Gracias a él me hago la que quizá sea la gran pregunta de la novela: qué significa vivir hoy en el campo cuando uno es urbanita", dice Enard consciente de que la pandemia -el libro, naturalmente, se escribió mucho antes- ha trastocado la relación campo-ciudad para todos.

Pero la novela es mucho más que eso. Frente a la mirada de David Mazon, el aprendiz de investigador, está todo lo que este no ve: las narraciones milenarias en boca de los campesinos, la naturaleza que vincula a las personas con los árboles o los animales y una relación aún más profunda, el hecho de que todos los habitantes de este pequeño pueblo se han reencarnado a la manera budista. Esto permite a Enard explicar cómo el dueño del bar del pueblo fue antes un perro o una yegua o mostrar cómo una pulga -que acabará siendo uno de los vecinos- morirá aplastada por la mano imperial de Napoleón camino de su exilio en Santa Helena.

"Contemplo ese mundo como un destino único, lo que no significa que todos seamos lo mismo, sino que todo formamos parte de algo único, que animales, plantas y personas son tan solo elementos del Samsara, la rueda de vida, relacionados por la solidaridad, la compasión y el sufrimiento", explica Enard, que, sonriendo asegura no ser budista, pero sí estar interesado por esa filosofía que hace que los humanos asuman la idea de que "todos formamos parte de un solo mundo, un mismo planeta".

Placer y muerte

Entre las investigaciones absurdas del infeliz Mazon y las historias de los aldeanos y sus vidas pasadas, Enard sitúa, a modo de bisagra, una desopilante recreación del banquete del título, donde los placeres mundanos de la comida, con buen vino y buenos quesos, se dan la mano con la experiencia de la muerte tan cercana a los enterradores. "Los budistas aseguran que respecto a la muerte creer no importa, lo que importa es la experiencia. Pero en esa materia, lo cierto es que nuestra experiencia tiende a ser muy limitada. Ni quisiera los sepultureros saben más que nosotros. Solo saben de cadáveres, pero de la muerte en sí, nada de nada". En el polo opuesto, los placeres gastronómicos permiten al autor descripciones interesantes aunque, confiese que el queso -anatema para un francés- le causa repugnancia. "Pero tienen tantas formas y colores que son un placer narrativo para el escritor y, en mis circunstancia, todo un reto para mí".

Tiene mucho de 'patchwork' de relatos esta obra, como lo tenía 'Brújula', la novela que le valió el Goncourt. Aquí las pequeñas historias aspiran a hacerse globales. Como la de René Caillié, hijo de un panadero que nació a cinco kilómetros del domicilio francés de Enard. "Fue el primer geógrafo que viajó a Tombuctú en el XIX y logró regresar con vida para contarlo y escribir sobre ello. No deja de sorprenderme que alguien tan humilde llegara a medirse de igual a igual con los grandes burgueses". Tampoco entiende Enard de dónde surgió su propia vocación nómada, quizá de la lectura de las 'Mil y una Noches', o fue consecuencia del 'efecto mariposa', ese que vincula un aleteo en China con un huracán en América. Quizá, para comprenderlo, se ha visto obligado a volver narrativamente a la casilla de salida. A su tierra.