LA CONTRA

La colina del roquero solitario

Un ave de color azul metálico tiene en Barcelona su feudo casi exclusivo en las laderas rocosas del Carmel, o la Muntanya Pelada

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Ernest Alós

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La carretera del Carmel asciende con ínfulas de puerto de cuarta categoría del Tour. Tras varias curvas cerradas, cuando corona el Coll del Portell se cuela, antes de caer hacia Horta, entre dos colinas. Podría haber perfectamente un cartel. 'Instagramers', giren a la derecha: Turó de la Rovira (261 metros), el recuerdo de los búnqueres y las barracas, y vistas. Vecinos (sean 'runners', parejas o abuelos con bastón y sombrero de paja), giren a la izquierda: el Carmel, 265 metros. La verdad es que cada vez más cazadores de fotos desde las alturas ignoran esta señal implícita y giran por donde no toca. Pero, desde luego, no hay comparación posible. Y que dure.

La editora <strong>Maria Bohigas </strong>vive justo donde acaba la ciudad y empieza la colina (la de 265 metros), en la que sigue siendo la sede de Club Editor y fue la casa de su abuelo, Joan Sales, que reforestó sus jardines recogiendo los excrementos de las mulas y cabras que pastoreaban por allí. «Aquí siempre ves el cielo. Y tienes la sensación de que la ciudad se acaba y no da paso a lo suburbano sino a lo silvestre». No hay consenso sobre el nombre. Carmel, por el santuario. Turó de Can Mora, por la cercana masía de este nombre. La Muntanya Pelada, por su cumbre rocosa, con minas de hierro que se abrían en sus laderas. Un día -explica B

ohigas-, Juan Marsé, Martí Sales y David Castillo subieron para ver si aclaraban qué cima en concreto, de la sierra de los Tres Turons ('turops', dice Castillo en el dialecto ultralocal), era la pelada. No se pusieron de acuerdo.

Cuando el paisaje no era ni mapa, ni callejero ni Google Maps, la gente podía bautizarlo adánicamente. Si quien hubiese puesto nombre a la colina hubiese tirado por la zoología (bien que hay 'teixoneres' o 'guineuetes'), podría haber bautizado esta elevación tranquilamente como el Turó de la Merla Blava. O en castellano, la Colina del Roquero Solitario. El primer nombre suena a lírica japonesa, y el segundo a canción de Loquillo. Pero estamos hablando de un pájaro ('Monticula solitarius'). Es raro, aunque llamativo. Parecido a un mirlo menudo pero, en el macho, de un hermoso color azul metálico. Le gustan los roquedales, escarpados y secos. Según el Atles d’Ocells Nidificants de Barcelona, quizá haya una pareja en los acantilados de Montjuïc y el resto de la población de Barcelona (unas cuatro parejas; y azules de verdad, solo la mitad de cada pareja) revolotean por las pendientes del Carmel. Poquísimas especies tienen un feudo tan exclusivo.

Antonio Sánchez, que pasea con sombrero de paja y bastón, ha visto muchos «pajarillos», pero no el azul. Maria Bohigas, paseante habitual por su colina, tampoco lo tiene presente. El aquí firmante lo vio una vez. Este domingo no hubo suerte, pero en plena calorada (hubiese tocado madrugar) es más fácil ver mariposas (muchas), y en lo alto rapaces migrando hacia el sur, que aves aplatanadas.

Así que, aparte de bandos de serines, de jilgueros, de los cernícalos y las urracas, si no hay suerte con el roquero solitario, la vegetación es una buena alternativa. Escapemos de las pistas rodeadas de pino replantado del parque y subamos, a la derecha, por el sendero que bordea la tapia del santuario. Roca pelada y reluciente que quizá revela el núcleo férrico de la montaña. Bancales con olivos, ahora cargados. Almendros. Algarrobos e higueras que se huelen a lo lejos. Hinojo y acelga silvestre. El paisaje vegetal que deja la agricultura cuando se repliega, a un paso del autobús.  

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