FESTIVAL DE CINE

Miradas sesgadas a Oriente Próximo de Rosi y Guitai en Venecia

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Nando Salvà

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El documentalista italiano Gianfranco Rosi es la demostración viviente de que a menudo los premios son un asunto circunstancial. Su prestigio es menos el fruto del merecimiento propio que de los deméritos ajenos, ya sean del jurado que le otorgó el León de Oro en una edición anterior de este mismo festival de Venecia por ‘Sacro GRA’ (2013) o de los cineastas a los que ganó el Oso de Oro de la Berlinale gracias a ‘Fuego en el mar’ (2016). Tras la presentación de ‘Notturno’, la no ficción por la que vuelve a aspirar al máximo galardón que otorga la Mostra, tanto laurel sigue sin justificarse.

Rodada en las fronteras de Iraq, Siria, Líbano y Kurdistán a lo largo de los últimos tres años, la película observa a algunos de quienes de un modo u otro se han visto afectados por guerras civiles, dictaduras y el azote del terrorismo islamista. A efectos prácticos, eso significa que incluye escenas de madres que lloran por sus hijos asesinados, tanques y uniformes militares de diferentes nacionalidades, planos generales de campos de refugiados y de presos hacinados en celdas comunes, y enfermos mentales que seguramente lo son a causa de la barbarie. Lo que no tiene, pese a incluir algún momento de indudable emotividad -un grupo de niños que relatan a una psicóloga las barbaridades de las que fueron testigos, una madre que escucha los mensajes de voz que le mandó una hija presa del Daesh-, es hilo conductor o centro dramático alguno; se contenta con proporcionar una serie de puntos que el espectador debe unir por su cuenta; el problema es que la imagen resultante es más bien amorfa y, para cualquier espectador adulto mínimamente documentado, mucho menos reveladora de lo que a buen seguro se pretende.

Aún más misterioso que el éxito de Rosi, eso sí, es el empeño de la Mostra en servir de escaparate para alguien tan mediocre como Amos Gitai. ‘Laila in Haifa’, por la que el director aspira por octava vez al León de Oro, quizá sea la peor de sus películas, y eso es mucho decir. Ambientada en un bar de la ciudad israelí del título que acoge a judíos y palestinos, la película acumula situaciones ridículas, diálogos increíblemente pomposos e interpretaciones más acartonadas que una toalla vieja. Ni la pandemia justifica su presencia en la competición.