Crónica de danza-teatro
'Diptico', una turbadora maravilla
La compañía Peeping Tom triunfa en el Grec con un espectáculo tan tenebroso como cautivador y unos descomunales intérpretes que se mueven con una precisión desarmante
Una hora y cuarto de inmersión en el mundo onírico, tenebroso y, a la vez, profundamente cautivador de 'Díptico', de la compañía Peeping Tom, atemperó los ánimos de los espectadores del anfiteatro del Teatre Grec en un domingo para el recuerdo. Lo fue, en primer lugar, por el fuego tuitero cruzado entre nuestros gestores públicos con la posible suspensión del festival barcelonés en la diana. Así, no pocos espectadores enarbolaron carteles –antes y sobre todo después del espectáculo– con el 'hashtag' reivindicativo ‘La cultura és segura’ entre una ovación cerradísima. La propia compañía belga de danza-teatro también aplaudió con fuerza en un lado del escenario.
Poco antes ellos mismos habían recogido unos aplausos de igual dimensión como reconocimiento a su trabajo. Porque la compañía que lideran la argentina Gabriela Carrizzo y el francés Franck Chartier lleva años en la liga de los más grandes. Son de aquellos artistas que marcan el camino con unas propuestas que parten de la danza, pero que vuelan mucho más allá.
Una atmósfera ‘lynchiana’
'Díptico' se presenta como un montaje con dos piezas distintas, pero complementarias. Bajo los títulos de 'La puerta ausente' y 'La habitación perdida' se entremezclan, a través del movimiento, poderosas imágenes que abordan la vida -mediante los recuerdos, los fantasmas, los sueños, el amor- de un personaje moribundo que transita entre pasado, presente y futuro. En definitiva, una pieza que se mueve bajo esta etiqueta tan manida como es la de 'lynchiana', pero que aquí encaja como nunca. Y es que 'Díptico', en la que tampoco falta humor negro, parece hacer un homenaje a David Lynch por su atmósfera y por sus escenas tan enigmáticas como seductoras.
No lo serían tanto si no fueran interpretadas por ocho bailarines descomunales, de una precisión y una capacidad desarmantes. Se desplazan de una forma tan milimétrica como dislocada, con gestos imposibles, casi estrambóticos, espasmódicos, pero que resultan hipnóticos. Porque Peeping Tom pide siempre una mente abierta y desacomplejada para dejarse llevar, aunque sitúe al espectador en lugares incómodos por una tensión de aire cinematográfico. Todo está tan calculado que hasta la transición (bravo por los técnicos) en el cambio de las dos escenografías (esa habitación misteriosa y la cabina de un barco) fue en sí misma un espectáculo.
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