CRÍTICA DE TEATRO

Angélica Liddell y su diatriba contra los nuevos puritanos

La directora e intérprete vuelve a Barcelona con 'The Scarlett Letter', uno de sus espectáculos más redondos de los últimos años, un arrebato contra los actuales censores de la ideología moralizante

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Manuel Pérez i Muñoz

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Ha vuelto. Han pasado casi 10 años desde que viéramos en el añorado ciclo Radicals del Lliure de Rigola 'La casa de la fuerza', un hito que ya decanta como uno de los montajes fundamentales del siglo XXI. Angélica Liddell desde entonces ha señoreado grandes teatros de Europa, en el último año con piezas elegíacas dedicadas a la muerte de sus padres. Para su regreso a Barcelona, sin embargo, se ha escogido 'The Scarlett Letter' por expreso deseo de su directora e intérprete, montaje estrenado en el 2018 que sintetiza buena parte de sus recientes líneas creativas, desde las puramente plásticas y performativas hasta las más discursivas y filosóficas, en este caso cargando contra los “ofendidos”, los censores de nuestros días.

No importa haber visto ya el montaje en su paso por Madrid, a las obras de la Liddell se vuelve como a la buena poesía o pintura, siempre se encuentran nuevos rescoldos, nuevas asociaciones. Cuadros vivientes y largos monólogos que carecen de sentido cerrado o  lecturas unidireccionales. Su torrente inventivo es volcánico, escatológico y tremendista. Acudiendo a su libro 'Una costilla sobre la mesa' (La uña rota, 2018) descubrimos una suerte de dietario con la génesis del proyecto, la inspiración en la novela decimonónica de Hawthorne que da nombre al espectáculo, su identificación escénica con su protagonista, Hester, obligada por los puritanos a bordarse una A de adúltera el pecho. Liddell la transforma en A de artista, los creadores como “flores negras de una sociedad civilizada”. El derecho a ofender, reclama, a la transgresión, a la indecencia y a la inmoralidad. Reivindica que el teatro sea como la peste sobre un enorme telón con la cara de Artaud. Referentes claros.

Focault, Barthes, Freud, Genet, Sade y Nabokov; Liddell proclama su amor por ellos y sus postulados. Carga casi con espasmo reaccionario contra los actuales “puritanos progresistas” que niegan la oscuridad del alma. Y por si esto fuera poco, entra al trapo con una desconcertante diatriba misógina interpretada desde las tripas que, como apuntó 'The New York Times', le podría haber costado el exilio artístico a un interprete masculino. ¿Provocación? Desde luego, el anzuelo más suculento para inflamar susceptibilidades.

Entrega y sacrificio

En consonancia con los textos, las escenas más plásticas se inspiran también en transgresores: Tiziano y sobre todo Caravaggio, con su cupido desnudo de fondo. Como en casi todas su obras recientes, subyace la necesidad de amor, la entrega, el sacrificio. En este caso al cuerpo y a la idealización de la figura masculina, a sus ocho bailarines desnudos a los que se somete con rituales sexualizados bajo una marcha pomposa del barroco Lully. Un viaje, en definitiva, oscuro y denso por las pulsiones creativas del subconsciente, y nadie como la Liddell para guiarnos. Que Barcelona no pase otra década sin ella, por favor.