Historias
La condesa sangrienta
La aristócrata húngara Erszébet Báthory fue emparedada viva en su castillo a principios del siglo XVII por sus supuestas perversiones sexuales
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
La llamaban la Alimaña. También, la Loba. Un personaje fascinante el de la condesa húngara Erszébet Báthory, a quien se atribuyó en el siglo XVII el asesinato de al menos 600 muchachas para bañarse en su sangre rejuvenecedora, un rastro espeluznante por el que se la condenó al emparedamiento en una estancia de su castillo de Csejthe, hoy Eslovaquia. Encerrada hasta el fin de sus días y sin derecho a desescalada.
A medio camino entre la verdad y la leyenda, el aura de la aristócrata húngara atrae con ese escalofrío que el poeta Shelley dio en llamar “la tempestuosa belleza del terror”. Narcisista, perversa, incapaz de concebir un ápice de remordimiento, su figura cautivadora inspiró a la poeta surrealista Valentine Penrose el relato histórico ‘La condesa sangrienta’, publicado hace bien poco por la editorial WunderKammer. Una biografía novelada que hechiza como una pócima de mandrágora.
Báthory pertenecía a uno de los linajes de más abolengo en Hungría, una familia que controlaba la Transilvania entera y en cuyo árbol abundaban los frutos tarados, lujuriosos y lunáticos por culpa de la repetida consanguinidad matrimonial. Al parecer, su fascinación por los hematíes núbiles brotó un día, cumplidos ya los 44 años, aterrorizada por que la vejez maculara su belleza, cuando, tras golpear a una doncella que le había dado un tirón al desenredarle la cabellera, la sangre de la muchacha, una salpicadura, aterrizó en su brazo. Al retirarla, observó pasmada el brillo lozano con que emergía la piel. Eso dicen.
A partir de entonces la condesa se entregó a un frenesí de sadismo, exacerbado en 1604 tras la muerte del esposo, Ferencz Nádasdy, miembro a su vez de otra estirpe nobiliaria de alta alcurnia, un caballero que había consumido sus días guerreando contra el Gran Turco. Con ayuda de sus criados, la viuda disfrutaba inventando torturas cada vez más sofisticadas. En lo más crudo del invierno, ordenaba rociar con agua helada a dulces ninfas campesinas -sus dominios comprendían, además del castillo medieval, una mansión y al menos 12 aldeas- y dejarlas en la intemperie del patio antes de conducirlas, desfallecidas, a las tripas de la fortaleza; en verano, las untaban con miel para abandonarlas luego a merced del sol y el furor de hormigas e insectos. Una de sus sirvientas, la más cruel, “cortaba a las muchachas la piel de entre los dedos para castigarlas por su torpeza, luego, ya metida en harina, las desnudaba y les clavaba alfileres en los pezones”, escribe Penrose.
Parece ser que la perdición de la aristócrata fue extender sus apetitos sádicos a las vírgenes de sangre azul, tropiezo que suscitó una investigación a fondo. Estudios recientes sugieren, no obstante, que los crímenes que se le atribuyen bien pudieron ser infundios de nobles interesados en usurparle sus posesiones: la viuda Báthory era una mujer riquísima, poderosa y protestante, de cuya influencia recelaba la dinastía católica de los Habsburgo.
En cualquier caso, fue arrestada junto a su séquito diabólico en 1609 y emparedada -esto es tan cierto como el covid- en un cuarto cegado con piedra y mortero, sin más aberturas que una ventanilla, por donde le pasaban el alimento, y una delgada ranura de claridad y aire en el techo. El castillo había quedado desierto. “Salvo esos ruidos [una reparación indispensable de los albañiles], solo oía los que venían de lo alto: los milanos y el viento”.
Un guardián la encontró muerta el 21 de agosto de 1614, a los 54 años. No gozó de desconfinamiento alguno.
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