Historias

Tuberculosis de papel

Solo el descubrimiento de la estreptomicina logró disipar el influjo romántico que el siglo XIX imprimió a la tisis

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Olga Merino

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Hace un año, en un verano más feliz y desconfinado, visité en la localidad inglesa de Haworth el caserón donde vivieron las hermanas Brontë, hoy convertido en museo para el goce mitómano. En una de las vitrinas se exhibía sin pudor, como una reliquia laica, un pañuelo manchado con la sangre de Emily (‘Cumbres borrascosas’), fallecida de tuberculosis en 1848, la misma enfermedad que se llevó a Anne, la pequeña, justo un año después. ¡Ah, la tisis! Llamada también consunción, peste blanca o enfermedad del mal vivir, fue la dolencia por antonomasia del siglo XIX. El romanticismo la elevó a categoría mítica.

¿Por qué ese halo embrujado, esa elevación del espíritu que solía atribuírsele? Tal vez por la extensa nómina de talento artístico que se llevó por delante el bacilo de Koch, así bautizado en honor del médico alemán que logró aislarlo en 1882, Robert Koch, y demostrar que se transmitía por las gotas de saliva. “No hacen falta picaduras, cortes, intercambio de sangre o de fluidos: estar en una habitación con una persona con la enfermedad activa puede ser suficiente para contagiarse”, escribe Salvador Macip en ‘Las grandes epidemias modernas’ (La Campana/Destino). Aventura el genetista que, a mediados del siglo XIX, una de cada siete personas fue víctima del ‘mycobacterium tuberculosis’, protegido por una capa de grasas que le sirve de coraza, como el maldito coronavirus. Tuberculosis porque el bacilo siembra sus tubérculos, como patatas, como boniatos, en el huerto esponjoso de los pulmones.

Sin distingos entre ricos y pobres

Pero volvamos a la lista de la genialidad truncada. Aparte de las Brontë, la tisis consumió a Balzac, Bécquer, al poeta John Keats, Guy de Maupassant, a Kafka y a Chéjov, quien falleció en julio de 1904 en el balneario de Badenweiler, en las colinas de la Selva Negra. La enfermedad no hacía distingos entre ricos y pobres, pero mientras los primeros acababan sus días tomando ociosos las aguas en termas y casas de reposo —como Hans Castorp en ‘La montaña mágica’—, el incipiente proletariado industrial fue a dar con sus huesos a hospitales de beneficencia, donde se convirtió en carne de autopsia, lo que permitió al menos avanzar en las investigaciones. Los enfermos buscaban el sol para secar la “humedad en los pulmones”: Chopin escogió Mallorca; Robert Louis Stevenson, los mares del Sur.

La literatura del XIX parece un ambulatorio lleno de toses. Narradores y narrados tísicos, como Margarita Gautier, de ‘La dama de las camelias’, o algunos personajes de Dickens, que mueren librando una batalla tranquila dentro de una burbuja beatífica. En ‘El Doctor Centeno’ (1883), Galdós describe así los tormentos de Alejandro Miquis, medio golfo, medio estudiante, consumido por su propio fuego: “La tos, penosísima, le quitaba el sueño; no apetecía más que golosinas, y se alimentaba con caramelos, café y fruta”.

La 'muerte blanca'

Se creía entonces que la ‘muerte blanca’ propiciaba violentos contrastes, entre fases de tristeza abúlica y raptos que exacerbaban el apetito en la mesa y en la cama. Las damas etéreas y vulnerables, lánguidas como modelos prerrafaelitas, se convirtieron en el ideal estético femenino hasta que el descubrimiento de la estreptomicina (1944) y la isoniazida (1952) destrozaron el influjo del mito romántico.

Dice Macip que la tuberculosis todavía afecta a un tercio de la población mundial y que el principal reto ahora lo constituye la resistencia de algunas variantes del bacilo a los antibióticos. La eterna lucha de la humanidad contra los enemigos invisibles.   

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