La Contra

Aquel viento homófobo

La irrupción del sida, a finales de los 80, en plena ola conservadora, estigmatizó a la población gay por desconocimiento de la enfermedad

Ilustración de Ramon Curto

Ilustración de Ramon Curto / periodico

Olga Merino

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

He dado más vueltas que una perdiz antes de incluir el sida en esta serie sobre confinamientos y epidemias varias. No me apetecía hurgar en aquel virus raro que, entre finales de los 80 y mediados de los 90, se convirtió en la principal causa de muerte en España en la población de entre 25 a 44 años. Gente joven, algunos en la flor. El asedio de la enfermedad se les delataba en la piel, en la delgadez extrema, en la consunción de los pómulos. Un ‘bicho’ maligno que arrastró consigo a un montón de gente talentosa: el bailarín Rudolf Nuréyev, el escritor cubano Reinaldo Arenas, el filósofo Michel Foucault, el actor Anthony Perkins, el de ‘Psicosis’... La epidemia coincidió aquí con el estallido de la movida, del hedonismo juguetón, y dio un buen susto a la noche y sus goces. Quien más quien menos tuvo miedo.

¿Comparaciones? Mejor evitarlas, pero se ha trazado algún paralelismo entre la irrupción del sida y este covid-19 del diablo, como la ineptitud de los gobiernos en los inicios, la estigmatización de ciertos grupos y el heroísmo del personal sanitario en primera línea. Parece que fue ayer. El primer caso se detectó en el verano de 1981, en California, y la primera reseña, apenas una columnita en el ‘San Francisco Chronicle’, hablaba de una “misteriosa neumonía” que atacaba a los hombres homosexuales. Ya en octubre, apareció en España un enfermo, en el hospital de Vall d’Hebron, si bien todavía no se hablaba del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), sino de un “brote extraño” de sarcoma de Kaposi. Otro adjetivo erizado para lo inexplicable. Desde entonces, el síndrome y las enfermedades oportunistas que conlleva han matado a 40 millones de personas en el mundo.

Aunque la terapia antirretroviral permite hoy que los pacientes lleven una vida normal, con apenas una pastilla al día, un diagnóstico de sida en los 80 suponía prácticamente una condena a muerte y al ostracismo social por desconocimiento. ¿De dónde salía aquello? ¿Una enfermedad que se cebaba en gais y heroinómanos, en quienes usaban jeringuillas para drogarse? Hubo quien habló de “castigo divino”. En plena oleada conservadora, con Ronald Reagan y Margaret Thatcher a la cabeza, soplaba un viento homófobo y se escuchaba el runrún de murmullos malignos, “en el fondo se lo merecen”, por sus “excesos sexuales”, por sus “perversiones”. Cada epidemia pone de manifiesto las fallas sociales del momento.

La industria de Hollywood, siempre tan conservadora, jugó a hacer del sexo un manicomio aterrador, poniendo de moda ‘thrillers’ eróticos, como ‘Atracción fatal’ (1987), que advertían al espectador de los peligros de sacar los pies del plato. En cambio, sus primeras películas sobre el sida resultaron blandengues y pasaban de puntillas por los estragos de la enfermedad. Al Tom Hanks de ‘Philadelphia’ (1993) le faltaba rabia.

Lo más sobrecogedor era el silencio. El primero en atreverse a declarar en público que padecía la dolencia, el 30 de julio de 1985, fue Rock Hudson, gran galán de cine clásico, quien murió dos meses después. Su amigo Reagan tardó aún dos años en utilizar la palabra 'sida' en un discurso oficial, aun cuando ya habían sucumbido a su azote más de 20.000 norteamericanos. A partir de ahí, cambiaron las cosas. En 1990 llegaron el lazo rojo de Frank Moore para recordar a las víctimas y la campaña del Póntelo, pónselo, que levantó aquí un frufrú de sotanas indignadas. Luego, la muerte de Freddy Mercury, un mazazo. En efecto, hoy como entonces, ‘The show must go on’.

Suscríbete para seguir leyendo